La eterna presencia
Ancho y caudaloso, el Paraná desde siempre -y siempre debería entenderse aquí como la forma más plena de la indeterminación temporal: de lo literalmente indatable- ofrece el espectáculo de su devenir incesante.
Así, podemos imaginar que su eterna presencia fatalmente antecede tanto como modela la mirada y la palabra de quienes pretenden decirlo. “En los orígenes ya era el río”, podría enunciarse de modo orticiano, para significar con ello la precedencia del Paraná respecto de las voces que también desde siempre -aunque en este caso el sentido indeterminado del adverbio suponga necesariamente un alcance menor- han intentado nombrarlo, representarlo, en la insistencia de un diálogo tan infinito y eterno como el mismo río.
La historia literaria y la estética -disciplinas quizás agonizantes- sostuvieron en su era de esplendor la importancia fundamental, decisiva, del paisaje en la configuración de lo que, acaso de manera endoxal, llamamos literatura. De ahí la importancia concedida al desierto en la literatura de los escritores argentinos del siglo diecinueve; de ahí asimismo la importancia atribuida a la montaña y el silencio en los textos de los narradores y poetas que hablan del noroeste argentino, o a la vacua vastedad de las tierras australes en la escritura de los autores que representan el inmenso mundo de las tierras patagónicas. Pero la historia literaria y la estética, en su movimiento de repliegue forzoso, han cedido su lugar antiguamente axial a nuevos saberes y nuevas perspectivas teóricas y epistemológicas. Es así cómo ciertas tendencias críticas contemporáneas promovieron el relevo de esa visión característica acerca de la relación existente entre literatura y paisaje, a la que descalificaron en términos de “romanticismo” y “regionalismo”, cuando no de “esencialismo” o “metafísica”.
Es obvio que la crítica a la importancia concedida al paisaje en los estudios literarios tradicionales ofrece razones irrefutables. Porque si esa importancia se basaba en una concepción realista de la literatura y el arte, según la cual las obras artísticas no serían más que una suerte de reflejo fidedigno de una realidad exterior que la determinaría tanto a nivel de su génesis como de su sentido, resulta evidente que esa concepción oblitera las posibilidades de una comprensión mayor de la naturaleza misma de los hechos literarios y estéticos. Los nuevos saberes acerca de la literatura y el arte han enfatizado positivamente el carácter discursivo o simbólico de sus diversas manifestaciones, al señalar la dimensión productiva que dicho carácter cobra en la instancia de representación de lo real.
Pero ello no impide volver sobre la cuestión del paisaje, entendido ahora como aquello que los textos tematizan, inscriben, por medio de complejos procedimientos discursivos. En rigor, esa cuestión no debería ser pensada más que como cierta modalidad característica que adoptan los textos de una región particular del país, a los que por complejas y sinuosas razones la crítica hegemónica generalmente soslaya cuando no ignora.
En oposición a dicha hegemonía, estas notas pretenden recuperar una serie de escrituras santafesinas donde el río se enuncia poéticamente. No se trata por cierto de una pretensión caracterizada por la exhaustividad: ni el espacio ni la competencia de su autor lo posibilitarían. Se trata, más bien, de un recorrido acotado y sin dudas arbitrario, donde la perspectiva de ese autor reconoce los momentos más plenos, más intensos, en los que el río se convierte en el objeto preciado de la literatura de la provincia.
Un realismo litoral
En 1934, Mateo Booz publica un libro de relatos, intitulado Santa Fe, Mi País. Rosarino por nacimiento, santafesino por adopción, Miguel Angel Correa -tal su nombre real, cuya vida se extendió entre 1881 y 1943- se propuso representar con ese libro las peculiaridades de su provincia natal. [1] Por tal razón, organizó su material en cuatro categorías, que dan nombre a las cuatro secciones que componen el texto: “Las ciudades”, “Campos y selvas”, “Los pueblos” y “Las islas”. Y si bien el río aparece en la totalidad del libro como un trasfondo más o menos visible, más o menos cercano, es en la última sección donde cobra una relevancia absoluta, puesto que allí deja de ser un horizonte y un linde para transformarse en el ámbito donde habrán de transcurrir las historias narradas. Así, el río deja de verse como borde, como aquello que limita un espacio terrestre, para convertirse él mismo en espacio. Espacio acuático, náutico, donde las islas son los lugares físicos que permiten que la vida también acontezca en medio de ese entorno fluvial.
Por ello, las islas y el río no dejan de leerse como la forma de una alteridad que contrasta con el escenario terrestre, pero que también refracta a su modo muchos de los caracteres propios de dicho escenario. Son, por así decir, una otredad que prolonga y extiende el sentido de lo que exhibe la tierra.
Ello se debe, entre otras razones, a que la totalidad del libro está escrita desde una mirada singular y uniforme. Esa mirada es la de un narrador que desea mostrar personajes y situaciones de un modo realista, aunque ese realismo necesite ser puntuado, acotado, si se quiere dar cuenta de él de manera cabal. Porque el realismo de Mateo Booz es un realismo piadoso, que mira a sus personajes como criaturas elementales, por momentos inermes, que enfrentan situaciones y fuerzas adversas con los escasos recursos que les brinda ese mundo en el cual habitan. De ese modo, los tres relatos que integran “Las islas” resultan paradigmáticos respecto de una concepción que vincula especularmente la literatura con lo real, mostrándose como una serie de narraciones aleccionadoras o moralizantes. Así, “Vidalito” cuenta la historia trágica del hijo deficiente de una pareja de isleños, mientras que “Patria de infieles” narra la cándida sumisión de una joven frente a un seductor que proviene de la ciudad, en tanto que “El pequeño mundo de Nabor Camacho” relata el despojo de bienes e hijos al que es sometido un esforzado pescador.
El realismo de Mateo Booz se revela, de tal modo, como un realismo que toma partido. Lejos de la neutralidad aséptica de un naturalismo cientificista, la poética que rige sus relatos asocia férreamente representación de lo real con evaluación crítica de lo representado, con la evidente finalidad de conmover al lector haciendo que adhiera a sus posiciones morales. Y esas posiciones son, indefectiblemente, las de un alma piadosa, que sabe que mostrar el mundo es un acto estético indiscernible respecto del sentido ético que lo nutre y sustenta.
Por su parte, Diego R. Oxley, otro rosarino que pasó gran parte de su vida en la ciudad de Santa Fe, y que vivió entre 1901 y 1995, también escribe una sección de un libro -Soledad y distancias- denominándola “Islas”. [2] Se trata del mismo nombre que utilizara Booz, aunque despojado de la especificación que proporciona el artículo. Islas a secas, también podría decirse, para señalar con ello la autonomía semántica que parece cobrar el vocablo, como si quisiera mostrarse en una independencia discursiva que concentra tanto como delimita su particular sentido.
Las islas de Oxley también están representadas de manera realista, y al igual que la de Booz, la suya es una escritura que adopta las formas y el tono de un realismo social. Nuevamente, los personajes que animan los relatos son esos seres elementales, templados en la ruda faena de subsistir en el mundo del río, como aquellos de los que hablaban las narraciones de Santa Fe, mi País, aunque en este caso su representación pareciera crisparse en el tono de un discurso más seco. Y de nuevo sus historias se muestran como historias dramáticas, en las que lo despojado de sus vidas se lee como el sino fatal que impone ya no un destino sino toda una configuración social que las rige y modela.
En el caso de Solead y distancias, la sección destinada a las islas se compone de cuatro relatos, de los cuales los tres últimos constituyen narraciones similares a las de Mateo Booz. Así, “Una luz en la cuesta” cuenta la historia de un isleño que intenta delinquir con hacienda robada hasta que es despojado de su ilegal ganancia por la policía, mientras que “El rigor de las islas” narra el inútil viaje en canoa de otro isleño que traslada a su mujer moribunda para que un curandero la atienda. Finalmente, “Se aquieta el juncal” cuenta la historia de un cazador que se instala en lo más inhóspito y distante de las islas para hacerse de presas que podrá comerciar, hasta que una noche mata a un hombre que intenta robarle y al que tiempo después identificará, por medio de una conjetura que no se resuelve, con su propio hermano.
La primera narración de “Islas”, por el contrario, marca un momento de distanciamiento no sólo en relación con los relatos de Booz, sino incluso con los propios relatos. Se trata de un texto breve intitulado “La noche, el río y mi sombra”, de sentido fuertemente autorreferencial, que representa al propio autor situado una noche en el paisaje del río. Ese sentido es además epifánico, puesto que el texto celebra cuasi religiosamente el espectáculo que se ofrece al narrador, donde se manifiesta toda una cosmología fluvial. Cuando se arriba al momento crucial del relato, leemos que el narrador se ha embarcado en su canoa y ha llegado remando al medio del río, según una figura diegética que atraviesa y urde tanto los relatos de Mateo Booz como los de Diego R. Oxley: la figura del hombre que rema. Y es en ese momento cuando se opera una especie de purificación, de liberación orientalista de su espíritu respecto del peso prosaico de su propia materia, a la que el narrador refiere diciendo: El impulso del río ha tomado la canoa y la arrastra ahora camino de su viaje, moviéndola suavemente. Suelto los remos y me tiro sobre unos trapos, de cara al cielo, para encender un cigarrillo cuyo humo aspiro con fruición hasta llenar los pulmones. Tengo la impresión de estar suspendido en un punto del espacio, de disgregarme hasta perder el peso y la forma, de convertirme en luz palpitante.
Despojamiento, concisión y orientalismo como atributos de una poética del río
La adopción de una posición espiritualista, e incluso de una mirada oriental situada imaginariamente en el espacio de lo otro de Occidente, no es un accidente excepcional que acontece únicamente en el texto de Oxley.
Así, hay un texto singular y controvertido -puesto que en vida de su autor llegó a sospecharse de que fuese apócrifo- que se muestra como uno de los mayores exponentes de esa posición estética y filosófica: Los poemas del gran río, de Felipe Aldana, nacido en Máximo Paz en 1922 y que pasó gran parte de su vida y desarrolló su obra en Rosario hasta el momento de su muerte en 1970. Su destino fue curioso y extraño, acaso como la misma existencia de Aldana, quien publicó un único libro en vida -Un poco de poesía, en 1949-, y mantuvo inédita el resto de su obra, compuesta por diversos manuscritos entre los que se hallaba una copia mecanografiada de los textos de Los poemas del gran río, aunque sin firma ni indicios que probasen su autoría.
No obstante ello, los estudiosos de su obra han arribado a una suerte de consenso, por el cual se admite que estos poemas pertenecen efectivamente a Felipe Aldana. [3] Es verdad que en el contexto de su obra se muestran como atípicos: Adana escribió una poesía por momentos vanguardista, de sentido crítico y corrosivo, referida a cuestiones características de la vida urbana contemporánea. [4] Pero la heterogeneidad en la escritura de una obra no debería sorprendernos, puesto que resulta mucho más frecuente de lo que el sentido común suele admitir.
Aceptando entonces que Los poemas del gran río también fueron escritos por Aldana, lo primero que se advierte al leerlos es que se trata de una serie de poemas breves, que evocan por más de una razón a la poesía oriental. Porque así como sus temas refieren a visiones por momentos místicas del mundo, donde una gracia trascendente se reconoce, su forma se sostiene tanto en el uso de unidades y estructuras métricas breves, como en una singular retórica donde la elipsis se muestra como una de sus figuras dominantes. Así, uno de los poemas dice: la rama / cedió su línea / y el pétalo / conoció el agua / / ascendió a su cielo / un racimo de perlas / que el sol / enamoraba en colores, mientras que otro refiere: hablábamos bajo los árboles / umbrosos / donde conversan las nieblas / / tan / suave / como una lágrima / descendió la noche.
La poesía de Felipe Aldana deviene así en una lengua leve, donde lo etéreo de sus enunciados parecería ser la manera escogida para representar el mundo desde una experiencia donde estética y religiosidad, como vía de trascendencia, se confunden. Esa modalidad y esa perspectiva también se reconocen en la poesía de Beatriz Vallejos, nacida en Santa Fe en 1922 y que pasara gran parte de su vida entre San José del Rincón y Rosario. Vallejos asume desde sus primeros libros una actitud poética que la liga fuertemente con el cosmos fluvial, al punto que su segundo libro, de 1952, lleva por título Cerca pasa el río. Pero al mismo tiempo, y a medida que su obra va desarrollándose, su poética va adoptando formas cada vez más nítidas e idiosincrásicas: sus poemas sueles ser pequeñas piezas, compuestas sobre una serie limitada de versos no demasiado extensos, que se construyen con un rigor verbal inaudito. Esos poemas generalmente hablan del mundo natural, al que parecen cantar de manera reverencial, como si se tratase en cada caso de una experiencia extática singular. Incluso los títulos de muchos de sus libros revelan con su propio nombre el sentido de esa poética: Pequeñas azucenas en el patio de marzo, Lectura en el bambú, Donde termina el bosque, Del cielo humano o Detrás del cerco de flores. Y si bien la poesía de Beatriz Vallejos no se reduce de modo excluyente a semejante campo temático -puesto que también escribe sobre asuntos o cuestiones propias de la vida urbana- su vocación por lo cósmico la lleva a adoptar un conjunto de formas y tonos que evocan de manera indubitable a la poesía oriental. Así, ciertos poemas pertenecientes a Del cielo humano pueden decir: ¿es él? / ¿es él? / Toca ah / en suspenso / el colibrí (“Virazón azul”), o triscar del agua / en la laguna (“Gris”). [5] Es verdad que la escritura poética de Beatriz Vallejos no se circunscribe exclusivamente a las formas breves, puesto que en un mismo libro pueden convivir poemas extensos con poemas pequeños, sintéticos, que se leen como el hálito fugaz propio de una iluminación mística. Pero son estos poemas, justamente, los que brindan sus rasgos distintivos a una poesía que instituye al río como su objeto privilegiado, como puede leerse por ejemplo en “Del río de Heráclito”, que le brinda su nombre al libro homónimo: Estoy aquí / dijo el agua / pero era / un hilo / de sol / donde / flotaba el camalote. [6]
Cuando la lectura se adentra en estos textos de Aldana o de Vallejos, se tiene la sensación de que la poesía santafesina, al hablar del río, no sólo se acerca de una poética orientalista, sino que además adopta sus formas características. Esa sensación es corroborada si además se lee un libro como Isla adentro, de César Bisso, nacido en Santa Fe en 1952 aunque radicado desde hace años en Buenos Aires. [7] Auténtico heredero de la poética orientalista de Vallejos y Aldana, Bisso insiste en hablar del río con un lenguaje tan despojado como riguroso. Por ello sus poemas hacen un culto de los enunciados nominales, muchas veces desgajados de las estructuras sintácticas que los contendrían en un discurso convencional, para hacer del nombre el modo de un decir deíctico que no sólo designa sino que además, y de modo notorio, señala. Así, frente a un poema como “Fugaz” que dice: Rojo / gestación de la noche / / Ocre / horizonte sin borde / / Azul / descenso del silencio / / Verde / culminación del goce, la lectura reconoce no sólo un gesto que designa lugares y momentos sino que además, y esencialmente, los indica. Pero es en la sección del libro denominada “Haikus azules” donde el orientalismo de Isla adentro se consuma plenamente, puesto que en este caso se trata de practicar abiertamente esa forma poética que representa uno de los íconos emblemáticos de la escritura oriental.
Austeros, escuetos, precisos, los “haikus” de Bisso hacen gala de toda una eficiencia cuando ciñen en la brevedad de su enunciado esas imágenes intensas donde el río se revela. Así, el poema XII puede decir: Sombrero de agua. / Desde la tela púrpura / posa la lluvia, mientras que el poema XIII enuncia: Tras la tormenta / sólo pájaros vuelan. / Magia del cielo. Por ello, estos textos de formato oriental quizás representen el momento en el que la poética orientalista de los autores santafesinos encuentra su expresión más lograda. Aunque esto no debería conducir a la errónea suposición de que no hay otros modos de cantar al río en la poesía de la provincia: sin duda que los hay, pero es justamente esta poética la que imprime una poderosa modalidad distintiva a la escritura de algunos de sus autores más relevantes. La explicación de este fenómeno acaso haya que buscarla en la luminosidad inextinguible que sobre ella proyecta, desde el otro lado del río, el inmenso, el imperecedero, el ejemplar faro orticiano.
Inscribir y borrar: la dialéctica de una singular escritura
La luminosidad de la poesía de Juan L. Ortiz no sólo penetra en la escritura de los poetas de Santa Fe. También ha penetrado, en una dimensión quizás todavía no suficientemente ponderada, en la escritura narrativa de Juan José Saer, quien naciera en Serodino en 1937 y falleciera en París en 2005.
Ello se advierte cuando se lee, o mejor, se oye, la cadencia del ritmo que puntúa su prosa, ciertamente morosa, y tan recurrente y expansiva como la sintaxis poética de Juan L. Ortiz. Esa cadencia despliega la linealidad del discurso haciéndola proliferar en infinitos cursos secundarios, derivados, a través de auténticos meandros textuales que de inmediato evocan las formas sinuosas del río, y que en el caso de Saer llega incluso a torcerla para imprimirle las forma de lo cíclico o circular. Hay, así, tanto en la poesía de Ortiz como en la prosa narrativa de Saer una suerte de mímesis, de identificación raigal ya no con el objeto de su enunciado sino con la forma de ese objeto. A ello se le suma, en Saer, la voluntad expresa de narrar derogando las fronteras canónicas que separan la prosa de la poesía, para hacer de sus narraciones las formas deslumbrantes donde relato y poema parecen fundirse en un único texto.
De tal modo, gran parte de las narraciones de Juan José Saer representan al río por medio de una poética que se sostiene en lo tras-genérico de sus enunciados. Esa poética se revela en diversos textos: en El limonero real, encuentra un momento de intensa consumación en la escena donde Wenceslao se zambulle en el río, en una inmersión que es tanto de carácter físico como psíquico o mental, y en la que el agua se muestra como una sustancia elemental hacia la que todo tiende y de la que todo brota; mientras que en Nadie Nada Nunca el río es lo que traza el contorno tanto del espacio donde se desarrolla la historia como de las acciones y del mundo subjetivo -los modos de percepción, afecto o reflexión- de sus personajes. Esta clase de ejemplos podría desplegarse largamente. Sin embargo, hay un texto donde la escritura del río adquiere un sentido tan relevante, que podría concebirse como un auténtico paradigma de la poética saereana: ese texto lleva por título “A medio borrar”, y forma parte del libro La mayor editado en 1976. [8]
Relatado por un personaje-narrador -Pichón Garay-, “A medio borrar” cuenta los días previos a su partida hacia Europa. En el texto, Pichón es un personaje que narra, pero además, y como gran parte de los narradores de Saer, que mira, puesto que mirar representa el modo problemático aunque inevitable de percibir al mundo. Así, Pichón mira objetos, lugares, personas, pero sobre todo mira el río, que crece peligrosamente y amenaza con borrar la ciudad.
En esa instancia previa a emprender su viaje, Pichón realiza una serie de movimientos: va hasta una carretera a la que se ha hecho estallar con explosivos para permitir el drenaje del agua; recorre calles y lugares característicos de Santa Fe, encontrándose con amigos y conocidos que hablan de ese fenómeno; se dirige a Rincón para despedirse de El Gato, su hermano, debiendo trasladarse por agua para realizar un trayecto que habitualmente hubiese realizado por tierra. De tal modo, la partida de Pichón parece amenazada por la inundación provocada por el río, que se lee como un símil de aquello que desde siempre amenaza la existencia misma del mundo y sus cosas. “De este mundo, yo soy lo menos real. Basta que me mueva un poco para borrarme”, dice Pichón, significando con ello la precariedad de su propia existencia.
En rigor, en el texto de Saer todo está a medio borrar. El mundo, los objetos y los sujetos que lo pueblan, la ciudad toda, se representan como cosas inciertas y difusas, puesto que pensados en términos de realidad, revelan la insuficiencia de cualquier palabra para aprehenderlas de modo satisfactorio. En tal sentido, el relato que cuenta A medio borrar es, entre otras cosas, el relato de las dificultades e incluso de las imposibilidades de toda escritura para significar plenamente lo real, pero también es la narración de su insistencia en lograr tal propósito.
Es sabido que toda la literatura de Juan José Saer siempre vuelve sobre ese tópico, al que modula a través de múltiples variaciones. En el caso de A medio borrar, esa paradoja que sostiene todo decir se manifiesta a través de una metáfora dominante en el texto: la metáfora de un río que crece, implacable, amenazando borrar la memoria, las trazas, los vestigios del mundo, frente a lo cual la escritura no es más que la terca persistencia en inscribir lo real. Un real incierto y por momentos evanescente, al que carcome desde su propio interior la nada, esa blancura que tematiza de manera significativa el cuadro que pinta Héctor, uno de los personajes de la historia. Así, en la poética que sostiene el relato, la escritura se representa como aquello que resulta de la dialéctica agonística establecida entre el inscribir y el borrar.
No resultaría excesivo, en consecuencia, leer todo el texto como una suerte de exhibición de dicha dialéctica, puesto que ella es lo que sostiene tanto sus representaciones como la factura misma de su literalidad. Y si bien la lectura de muchos de sus pasajes permitiría constatar esta proposición, hay uno ciertamente memorable, en el cual la figura del hombre que rema puntúa tanto la trama de la historia como la forma rítmica de su particular sintaxis. Ese pasaje antológico, donde la percepción problemática del mundo se basa en una sintaxis discontinua y quebrada -acaso tanto como las formas de lo real- es el que refiere la llegada de Pichón hasta la casa de Rincón donde supone que está El Gato, diciendo: Y después de doblar dos o tres veces, en completo silencio, en el cancel del crepúsculo, hacia las afueras del pueblo, adormecido más por el agua y por el atardecer que por el ritmo de los remos, sin ansiedad, sin euforia, diviso, por sobre la cabeza del hombre que se inclina hacia adelante, se yergue un momento y se inclina después hacia atrás, creciendo, aproximándose, único punto seco del pueblo a pesar de estar construida a la orilla del arroyo, sobre la barranca, nítida, compacta, con las ventanas abiertas, con alientos humanos que salen de ella aunque nadie sea todavía visible, separada del agua por muchos metros de tierra seca, en declive, un poco extraña para mí por el cambio salvaje del paisaje en el centro del cual se eleva, blanca, enorme, la casa
[1] Booz, Mateo: Santa Fe, Mi País. Buenos Aires, EUDEBA, 1970.
[2] Oxley, Diego R.: Soledad y distancias. Santa Fe, Ediciones Culturales Santafesinas, 2001.
[3] Al respecto, Osvaldo Aguirre en su trabajo “Vida de Felipe Aldana” -que encabeza la edición de la Obra Poética realizada por la Editorial Municipal de Rosario- señala que “La gran incógnita de la producción de Aldana son los `Poemas del gran río´. Algunos allegados al escritor en su época de juventud manifestaban dudas de que le pertenezcan”, para agregar posteriormente que “Para mayor misterio, el original de los “Poemas del gran río se ha extraviado”. De igual manera, Elvio Gandolfo y Eduardo D’Anna señalan, en una nota que precede la publicación de la obra de Aldana en la edición realizada por el Instituto de Estudios Nacionales, que “Estos 46 poemas breves integran un cuadernillo copiado a máquina. No existen otras versiones, borradores ni referencias en el resto de los materiales inéditos”.
La falta de los originales motivó la sospecha de que fuesen apócrifos. Frente a ello, Osvaldo Aguirre expone algunos argumentos destinados a aventar tales sospechas, cuando indica que “Los amigos más cercanos del escritor certifican la autoría de Aldana en los “Poemas del gran río”, mencionando testimonios de Raúl Gardelli y Beatriz Vallejos al respecto. Amén de esa prueba testimonial, Aguirre esgrime otra clase de argumentos más bien lógicos, cuando por ejemplo afirma que “El argumento contra la autoría de Aldana consiste en señalar que los “Poemas del gran río” no guardan correspondencia con la obra. Sin embargo, lo mismo podría decirse de otras zonas de la obra, que se caracteriza justamente por la diversidad y la experimentación constante. La objeción surge de una observación superficial y no hace sino destacar la urgencia de contar con una lectura rigurosa y sistemática, de la este poeta extraordinario todavía carece”. Cfr.: Osvaldo Aguirre: “Vida de Felipe Aldana”, en Felipe Aldana. Obra poética y otros textos, Rosario, Editorial Municipal, 2003, y Eduardo D’Anna y Elvio Gandolfo: Felipe Aldana: Obra Poética (Presentación y notas por Eduardo D’Anna y Elvio E. Gandolfo), Rosario, IEN, 1977.
[4] En ese sentido resulta paradigmático su Poema materialista, del que circulan míticas versiones acerca de la modalidad provocativa y vanguardista con que Felipe Aldana lo leyera en Amigos del Arte de Rosario en 1948. Cfr.: Osvaldo Aguirre: “Vida de Felipe Aldana”, en Felipe Aldana. Obra poética y otros textos, op. cit.
[5] Vallejos, Beatriz: Del cielo humano. Santa Fe, UNL, 2000
[6] Vallejos, Beatriz: Del río de Heráclito. Santa Fe, edición de autor, 1999
[7] Bisso, César: Isla adentro. Santa Fe, Ediciones Culturales Santafesinas, 1999.
[8] Saer, Juan José: “A medio borrar”, en La mayor. Barcelona, Planeta, 1976.
martes, 29 de enero de 2008
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