martes, 29 de enero de 2008

Kristeva, más de treinta años después

a la memoria de Graciela Ortín





A comienzos de los años setenta estábamos concluyendo nuestros estudios de grado en Letras. Estudiábamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario, tal como se la llamaba entonces, según una denominación que sería cambiada durante la última dictadura militar por el nombre presuntamente menos radicalizado de Facultad de Humanidades y Artes, que aún conserva.
Hacia aquel entonces la facultad, como tantas instituciones del país, sufría las conmociones generadas por un proceso político que alteraba profundamente sus bases de sustentación tradicionales y sus principios formales de funcionamiento. Despojada desde mil novecientos sesenta y seis -como el conjunto de los institutos universitarios estatales- de sus formas de gobierno democráticas, la facultad venía siendo administrada por autoridades que, en carácter de interventores, imponían de manera inconsulta políticas y lineamientos de trabajo académicos y docentes. Y aunque en mayo de mil novecientos setenta y tres se produce la asunción del gobierno constitucional de Héctor J. Cámpora, ello no significó un cambio de modelo en el gobierno de las universidades, dado que las autoridades universitarias continuaron siendo designadas por el poder ejecutivo nacional a través de su ministerio de educación.
Sin embargo, lo que mutó absolutamente fue la orientación ideológica y política impuesta por las nuevas autoridades de la facultad, identificadas claramente con lo que se presentaba como un proyecto de carácter nacional, popular y revolucionario. Ese proceso de cambio tuvo sus logros y sus límites, tan notorios los unos como los otros, puesto que así como se pudo remover a un conjunto de profesores enrolados en el conservadurismo cultural y teórico característico de la gestión del gobierno militar, imponiendo orientaciones mucho más comprometidas con las expectativas y demandas de los sectores más dinámicos del movimiento político y social, por otra parte se sostuvo en las decisiones de un poder interno establecido sin ninguna clase de participación formalmente democrática a nivel de los claustros, aunque en determinadas ocasiones esa limitación fuera paliada por pronunciamientos de tipo plebiscitario importantes.
En ese marco político e institucional, en mil novecientos setenta y tres cursamos la cátedra de “Metodología de la Investigación Literaria”, a cargo de Nicolás Rosa. Como en otros casos similares, se trataba de una auténtica cátedra paralela, creada por las autoridades de la facultad para posibilitar el acceso de los estudiantes al trabajo de docentes comprometidos con el proceso de trasformación en marcha, puesto que por razones jurídicas la titularidad de esas cátedras seguía estando en manos de profesores designados durante el gobierno militar. Así fue cómo en ese singular contexto histórico, cultural y político tomamos contacto por primera vez con la enseñanza de Nicolás Rosa, ciertamente atípica en relación con los cánones teóricos e ideológicos dominantes.
Merecería una consideración más pormenorizada la posición de Rosa en lo que podría llamarse con cierta libertad “el campo intelectual” de la época, e incluso en el espacio cultural hegemónico en la universidad estatal. A diferencia de otros profesores designados por las autoridades del gobierno constitucional en la carrera de Letras, Rosa no participaba activamente de las formulaciones teóricas, epistemológicas y culturales del proyecto nacional y popular en la universidad, distanciándose de ese modo del trabajo corriente sobre géneros como el tango, el comic o la gauchesca, y de la asunción igualmente difundida de paradigmas provenientes de la lectura de autores como Gramsci, Lukacs o Goldmann.
Por el contrario, y a pesar de adherir plenamente al proyecto político dominante en la universidad, Rosa se caracterizaba por adoptar posiciones teóricas y epistemológicas poco comunes respecto del horizonte de saber implicado por dicho proyecto. En su caso se trataba una perspectiva más ligada a una formación de carácter lingüístico y semiótico, cuyas fuentes se situaban nítidamente en el ámbito del pensamiento y la cultura franceses. No sería incorrecto definir esas posiciones como las de un estructuralista vernáculo, es decir, como las de un crítico que habiéndose formado en la lectura de autores como Saussure, Benveniste, Lévi-Strauss, Barthes, Althusser, Lacan o Derrida, se valía de esas fuentes para elaborar un pensamiento propio capaz de interrogar e interpelar a la literatura argentina desde una mirada tan innovadora como sutil, tan rigurosa como finamente elegante a la hora de plasmarse en una escritura densamente sugerente.
Por ello, las clases de Nicolás Rosa como profesor de “Metodología de la Investigación Literaria” suponían indefectiblemente la lectura de tales autores, con el fin de conocer, adquirir y eventualmente utilizar sus conceptos y categorías como instrumentos privilegiados en la investigación y la crítica literaria. No sería excesivo afirmar que en esas clases se formó toda una promoción o una generación de docentes, investigadores y críticos, muchos de los cuales ocupan posiciones expectables en el universo académico actual, como es el caso de Susana Frutos, Ana María Margarit, Lucrecia Escudero, Héctor Piccoli, Lelia Area, Ana María Gargatagli y tantos otros que escapan a la insuficiente memoria que guía estas notas.
Las clases de Nicolás Rosa suponían además toda una dimensión escénica, en el sentido teatral del término. Auténtico maestro en el arte de transmitir un saber, Rosa practicaba una verdadera mise en scène donde ese saber no sólo se enunciaba, sino que además se exhibía, incluso podría decirse, se actuaba. O mejor, y más precisamente: se actuaba su posesión, sus usos, su ejercicio, como si el conocimiento de ese canon de autores franceses supusiera además un registro pasional donde saber y deseo no fuesen más que dos aspectos de un mismo fenómeno, las formas indiscernibles de un objeto siempre por alcanzar y de la fuerza empecinada de su visión y su búsqueda. Así, las clases de Nicolás Rosa provocaban un notable efecto de transferencia, haciendo que sus alumnos se involucrasen desde un mismo pathos en ese deseo de saber que él sabía dramatizar mejor que nadie.
En ese momento y en ese clima fue como aquel año excepcional leímos por primera vez un texto de Julia Kristeva. El texto se llamaba “La semiótica ciencia crítica y/o crítica de la ciencia”, había sido publicado en la cuasi mítica revista Tel Quel, y poseía un carácter programático evidente. No es nuestro propósito volver sobre los contenidos de ese artículo, describir sus conceptos y la lógica que los trama, analizar los supuestos epistemológicos que lo sustentan: esa es una tarea por hacer por historiadores de las ideas, de la epistemología y de la propia semiótica. Lo que nos interesa acá es más bien la rememoración de las impresiones, de los efectos no sólo intelectuales sino también afectivos que la lectura de ese texto provocó en nosotros. En ese sentido, podría afirmarse sin incurrir en un decir hiperbólico que esa lectura operó al modo de una genuina revelación, utilizando deliberadamente este término para connotar el sentido de religiosidad con que leímos a Kristeva en aquel momento.
¿Qué había en esas líneas indudablemente áridas, en sus formulaciones notoriamente abstrusas, capaz de fascinarnos con sus enunciados, como si allí se estuviese descubriendo algo que durante mucho tiempo habíamos estado esperando encontrar?... Para decirlo de manera directa y ruda, había una conjunción o una síntesis de una serie de saberes altamente valorizados cuya incompatibilidad hasta entonces era no sólo una evidencia sino también una frustración intelectual. Esos saberes ocupaban dos campos diferenciados y muchas veces contrapuestos: de un lado aparecían la filosofía, la estética, la sociología generadas a partir del pensamiento de Marx, y del otro un conjunto de ciencias del lenguaje cuyas fuentes iban desde Sausurre hasta Freud, desde Jakobson, Propp o Tinianov hasta Lévi-Strauss o Greimas. Como tantos estudiantes de aquella época, de ambas tradiciones participábamos y de ambas perspectivas de conocimiento se nutría nuestro quehacer intelectual. Así, valorábamos lo que de ideológico y de político podíamos encontrar en la tradición marxista, tanto como las posibilidades de formalización que nos brindaba la perspectiva formalista-estructural, pero sentíamos que se trataba de compartimentos estancos, de territorios incomunicados a partir de los muros epistemológicos que trazaban, de manera rigurosa y taxativa, sus límites y sus fronteras.
El texto de Kristeva se nos presentó, por consiguiente, como la iluminación de un camino que debíamos recorrer, puesto que permitía articular la preocupación por la especificidad del texto literario -ese especie de ansiedad cognitiva que había impregnado las piezas dispersas de la teoría del formalismo ruso- con el interés por los aspectos contextuales (es decir: históricos, sociales, políticos) que, en la tradición de los estudios de corte marxista, se presentaban como la condición de posibilidad misma de cualquier investigación rigurosa y científica. Y así como desde ambas trincheras epistemológicas tradicionalmente se había denostado las posiciones de los adversarios teóricos -al criticar desde el marxismo la inmanencia del método formalista, y al criticar desde el formalismo la falta de especificidad de la teoría marxista-, ahora el texto de Kristeva nos venía a decir que la conjunción epistémica de ambas perspectivas era una empresa posible y viable.
Fue así como los tres subtítulos que organizaban el pequeño ensayo de Kristeva se mostraron como verdaderos mojones que indicaban los puntos fundamentales de ese camino por transitar. Esos subtítulos rezaban: I “La semiótica como modelado”, II “La semiótica y la producción” y III “Semiótica y ‘literatura’ ”. De tal modo, el primero proponía que los modelos formales de las matemáticas, la lógica y la lingüística se convirtiesen en el instrumento privilegiado por la investigación semiótica, aunque tomándolos como una suerte de nivel meta-discursivo siempre en desarrollo y transformación, dado que la práctica semiótica se concebía como un quehacer que permanentemente sometía a crítica o mejor, a una autocrítica, a sus propios desarrollos y sus particulares instrumentos. Ciencia crítica y/o crítica de la ciencia era la forma de un enunciado en quiasmo que intentaba señalar el sentido abierto y dialéctico que suponía un quehacer cuestionador de cualquier visión sistemática, cerrada y ahistórica de las prácticas significantes.
Si el primer subtítulo suponía concebir a la semiótica como quehacer, cómo una práctica que reduplicaba el sentido de las prácticas a las que tomaba como objeto, el segundo subtítulo desplegaba la singular perspectiva teórica desde la cual tales prácticas debían comprenderse e interpretarse. Para esta semiótica de nuevo cuño -cuyo objeto específico era denominado texto pero no en el sentido sustantivo de una cosa o un ente sino en el sentido dinámico de un proceso o una práctica material-, se trataba de abordar a su objeto justamente en esa dimensión de proceso y trabajo: como una producción antes que como un producto, como el lugar abierto e ilimitado de generación de los sentidos que ese texto manifestaría antes que como la superficie estructurada y finita donde esos sentidos podrían reconocerse. Se trataba, por lo tanto, de leer la producción que precede al producto, pero no en un sentido meramente temporal sino en el sentido lógico e incluso ideo-lógico del término.
Dónde encontrar el modelo que pudiera dar cuenta a ese proceso generativo del texto, se preguntaba y nos preguntaba Kristeva, para responder(nos) que no lo hallaríamos en Marx sino en Freud. Los argumentos que exponía para sostener semejante tesis eran tan originales como sugerentes: Marx “se ve obligado a estudiar el trabajo en tanto que valor, a adoptar la distinción valor de uso-valor de cambio y -siguiendo siempre las leyes de la sociedad capitalista- a no estudiar más que este último”. La economía política de Marx implicaba, según Kristeva, una semiótica de la comunicación en tanto que teoría del intercambio. Por ello podía afirmar asimismo que Marx “no hace más que una descripción critica del sistema de intercambio de signos (de valores) que ocultan un trabajo-valor”. Pero a partir del propio Marx, agregaría Kristeva, “es pensable otro espacio en el que el trabajo podría ser aprehendido fuera del valor, es decir, más acá de la mercancía producida y puesta en circulación en la cadena comunicativa”. Ese otro espacio había sido descubierto por Freud, continuaría argumentando Kristeva, puesto que “fue el primero en pensar el trabajo constitutivo de la significación anterior al sentido producido y/o al discurso representativo: el mecanismo del sueño”. Por ello Freud “desvela la propia producción en tanto que proceso no de intercambio (o de uso) de un sentido (de un valor), sino de juego permutativo que modela la propia producción”. Ello significa asimismo que “Freud abre así la problemática del trabajo como sistema semiótico particular, diferente del del intercambio: ese trabajo se hace en el interior del habla comunicativa pero difiere esencialmente de ella”.
De ese modo, Julia Kristeva devenía en una especie de guía privilegiado que nos conducía por caminos hasta entonces impensados e inéditos. Su texto planteaba una disyunción que para nosotros condensaba los dilemas últimos de la tarea intelectual, científica y política, unificada en una misma práctica que se nutría de y se proyectaba sobre esos planos heterogéneos de la realidad o del mundo. “Nos parece que todo el problema de la semiótica actual reside ahí” indicaba Kristeva de manera admonitoria, afirmando de forma taxativa que o se trataba de “seguir formalizando los sistemas semióticos desde el punto de vista de la comunicación”, o por el contrario se trataba de “abrir en el interior de la problemática de la comunicación (que es inevitablemente toda problemática social) ese otro escenario que es la producción de sentido anterior al sentido”.
Aunque al lector le parezca una desmesura un tanto ridícula, deberíamos agregar que la revelación que significaba ese texto para nosotros se sostenía en un inevitable mesianismo. Julia Kristeva, ese nombre desprovisto de referentes icónicos -su fotografía aparecería años más tarde, con la edición española de su Semiótica-, ese nombre propio despojado de imágenes como si se tratase nada más que de una pura voz perteneciente a una lengua extraña, era la denominación de quien parecía conducirnos hacia una tierra prometida: la tierra de la definitiva deposición de la noción ideológica de literatura, y de la instauración del texto como el objeto privilegiado de una ciencia crítica que era a la vez una crítica de la misma ciencia.
Los discursos religiosos, es sabido, son enunciados como anunciación por los mesías y difundidos como buenas nuevas por los apóstoles y predicadores. Nicolás Rosa fue sin dudas un apóstol de Kristeva, o por lo menos de ese modo lo vivimos en aquellos años de formación teórica. Seguramente por ello su enseñanza representó la mediación entusiasta que nos permitió acceder a un universo fascinante, donde marxismo y freudismo se entrelazaban sorprendentemente en una suerte de combinación teórica inesperada que no excluía al discurso de la lingüística generativa, la lógica matemática, la epistemología althusseriana o las complejas y sinuosas elaboraciones derrideanas acerca del logocentrismo, la escritura y la différance.
Digámoslo una vez más: lo que para una mirada actual parece incomprensible o por lo menos extraño, desde nuestro punto de vista epocal parecía convincentemente coherente. Por ello podíamos participar tanto de las formulaciones intelectuales del telquelismo como del proyecto político de transformaciones revolucionarias que se desarrollaba en la universidad y en el país. En ese orden de cosas, la figura de Nicolás Rosa fue sin duda descollante y paradigmática. En mil novecientos setenta y cuatro se produjo la renuncia del decano de la Facultad de Filosofía, y ante la inminencia de la designación de un nuevo decano por parte de las autoridades de la universidad, sus claustros se constituyeron en asamblea para evaluar la situación y elaborar una propuesta que sería elevada a las autoridades. De tal modo, una asamblea de estudiantes y docentes propuso por unanimidad y aclamación el nombre de Nicolás Rosa para el decanato de la facultad, propuesta que el rectorado de la universidad aceptó de inmediato designándolo para ese cargo.
La gestión de Rosa como decano conjugó excelencia académica con radicalidad política, en una fórmula que día a día se volvía tan insostenible como peligrosa. Como el lector recordará, entre fines de mil novecientos setenta y cuatro y comienzos de mil novecientos setenta y cinco comenzaría un proceso de contra-ofensiva por parte de los sectores más reaccionarios de la vida política del país, cuyo objetivo último era la destrucción del proyecto político liderado por la tendencia revolucionaria del peronismo. Esa ofensiva fue desatando una espiral de violencia y de muerte, que encontraría su instancia máxima de realización a partir del golpe militar producido el veinticuatro de marzo de mil novecientos setenta y seis.
En ese contexto, el decanato de Nicolás Rosa terminó como tenía que terminar, es decir, minado por las amenazas que habitualmente recibía y por incipientes atentados de violencia en la propia facultad. Y si bien durante unos meses de mil novecientos setenta y cinco Rosa se alejó momentáneamente del país, a partir de mil novecientos setenta y seis se radicó definitivamente en Buenos Aires, donde desarrollaría una valiosa tarea que combinaba formas de resistencia cultural con prácticas de formación teórica y crítica de numerosos grupos de alumnos que buscaban en sus clases todo lo que había sido erradicado de la universidad.
A lo largo de mil novecientos setenta y seis y mil novecientos setenta y siete, cuando el terror se había instalado sobre la sociedad argentina impidiendo cualquier forma de manifestación opositora a la dictadura militar, asistimos a las clases de Nicolás Rosa en Buenos Aires, no sólo porque allí encontrábamos la única posibilidad de continuar con nuestra formación teórica, sino también porque en ese lugar literalmente clandestino podíamos seguir ejerciendo nuestro derecho al pensamiento crítico, cuestionador y potencialmente emancipador. Con el tiempo, el aparato férreo que el régimen militar había desplegado sobre todo el país comenzaría a mostrar sus fisuras, sus incipientes puntos de resquebrajamiento que habrían de multiplicarse después del fracaso en Malvinas. Así fue como en la Feria del Libro realizada en Buenos Aires en mil novecientos setenta y nueve o en mil novecientos ochenta -una vez más, la memoria vacila, incapaz de ceñir con precisión la puntualidad de la cronología histórica- nos encontramos con la edición española de Semiótica, publicada en Madrid en mil novecientos setenta y ocho por la editorial Fundamentos.
Todavía recordamos las formas, las manifestaciones, del sentimiento de felicidad que nos embargó en ese momento. En esa Argentina arrasada, que sobrevivía penosamente entre tanto silencio, opresión y violencia, los dos tomos de Kristeva representaban el acceso a un modo de pensamiento, a un discurso crítico, que aún en ese marco nos incitaba a hacer algo -por limitado que fuese- en pos de un mundo mejor. Con fruición leímos esos volúmenes, subrayando líneas, anotando ideas, conectando artículos, en la convicción o en la creencia de que finalmente el saber verdadero acerca de la cosa literaria nos había sido dado.
Acaso como ocurre con tantas pasiones juveniles, el amor por Kristeva se fue diluyendo con el paso del tiempo. La restauración democrática de mil novecientos ochenta y cuatro nos permitió volver a nuestra vieja Facultad de Filosofía, rebautizada como Facultad de Humanidades y Artes. Allí volvimos a trabajar con Nicolás Rosa por última vez, ya que en mil novecientos ochenta y seis accedimos a través de un concurso a nuestra propia cátedra de teoría y crítica literaria. También él fue abandonando su fervor telqueliano, tanto como la propia Kristeva, quien después de haber publicado en mil novecientos setenta y cuatro la obra que cerraba la elaboración de su proyecto semiótico -La révolution du langage poétique- habría de orientarse posteriormente hacia los senderos más solidificados de la investigación y la práctica psicoanalítica.
Los años, crueles, suelen borrar de la memoria el recuerdo de los momentos que alguna vez creímos gloriosos. Sin embargo, y por razones que muchas veces desconocemos, algo de ese pasado siempre retorna. Quizás por eso en un mundo como el actual, tan distinto al mundo de las años setenta y sin embargo sostenido sobre un horizonte de poder similar, volvemos a encontrar ciertos textos, ciertas voces, ciertas palabras que continúan ofreciendo resonancias o reverberaciones donde un sentido emancipador se reconoce. Y es entonces cuando, al encontrar esos textos donde todavía lo revolucionario del lenguaje poético se encarna, que la semiótica kristeviana de algún modo retorna.
Sabemos por las grandes enseñanzas filosóficas que ese retorno jamás podría ser una vuelta de lo mismo, de lo idéntico, y acaso por ello esa semiótica que supo fascinarnos en nuestra juventud no regresa ahora como una formulación intelectual sino más bien como una sensación, como un sentimiento tenue pero firme. Ese sentimiento es el de que hay momentos singulares, acontecimientos especiales en la vida personal y colectiva, donde la literatura y la política pueden llegar a confundirse como dos facetas indisolublemente ligadas en la experiencia trascendente que vivimos cuando algo -por escaso o pequeño que ello fuera- del orden del mundo se transforma.

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