martes, 29 de enero de 2008

Literatura y política

La relación entre literatura y política es, en principio, una relación de lenguaje. O mejor, y quizás de manera precisa: una relación entre dos lenguajes.
Hay, como es obvio, un lenguaje de la literatura; hay, también lo sabemos, un lenguaje de la política.
Sin embargo, la relación entre ambos nunca es unívoca ni idéntica. A veces la literatura habla el lenguaje de la política; otras veces -acaso las menos, y tan sólo en circunstancias excepcionales- la política habla el lenguaje de la literatura.
Que la literatura hable o no el lenguaje de la política podría pensarse asimismo como una cuestión política: habría, es probable que haya, una política de la literatura, del mismo modo como hay y como hubo siempre una política de la lengua. En tal sentido podemos suponer que asimismo habría, y quizás de manera inevitable, una política de la escritura y una política de la lectura.
Se trata por cierto de conjeturas, que muchas veces generan antes que pruebas en el sentido jurídico o retórico del término, meras preguntas o interrogantes. Por ejemplo: de qué manera lo político se dice en lo literario?...Cuál es la relación que ata, acaso de manera inextricable, las prácticas políticas y las prácticas lingüísticas?... Qué del poder se manifiesta a través de la lengua, y cómo la lengua replica o responde a los dichos prescriptivos de ese poder?....Y finalmente, y de manera quizás decisiva: cuáles son los efectos -si es que los hubiera- que la política produce a través la literatura, los efectos políticos de un texto literario?...
Más que respuestas absolutas a esta clase de interrogantes, las notas que siguen pretenden proponer casos donde las preguntas puedan desplegarse sobre un sustrato preciso y concreto, el fértil territorio de la materialidad textual donde la literatura argentina no deja de interpelarnos con lo inquietante -y sin duda apasionante- de estas persistentes cuestiones.


Primer caso

Facundo, ese texto pragmático concebido como un instrumento al servicio de la acción política, deslumbra por su estilo brillante. ¿Se trata, entonces, de una belleza convertida en el medio privilegiado de una praxis que se proyectaría, inexorable, sobre el espacio de una nación en ciernes?...
En los años cuarenta del siglo XIX esa literatura poseía, sin ninguna duda, la capacidad excelsa no sólo de decir lo político sino además, y esencialmente, de difundirlo: la literatura en Sarmiento es, así, un modo de lo político, el modo discursivo mayor -si se nos permite el término- con que lo político se dice. Esa literatura, lo sabemos, es biográfica, es histórica, es ensayística, pero además, y en el sentido estricto del vocablo, es trágica.
Por ello, la muerte de Facundo es representada por las figuras clásicas de la lexis trágica: presagios, augurios, indicios, son las señales conque el destino implacable anuncia la fatídica irreversibilidad de lo por venir. El escenario donde se consumará esa muerte parece hablar un lenguaje de signos siniestros, un lenguaje al que todos los personajes del drama comprenden salvo uno, el propio Facundo.
Facundo no comprende. No comprende porque no puede hacerlo, no comprende porque no quiere hacerlo. Y en esa terca imposibilidad de entender, que no es más que la tenaz voluntad de marchar al encuentro del propio destino, Facundo es investido por las formas eximias con que la literatura dibuja desde siempre la silueta del héroe trágico.
Por ello, Facundo se agranda en el momento postrero de su muerte, se convierte en héroe. No lo era cuando maltrata a sus padres, no lo era cuando se burla, impiadoso, del sufrimiento de las niñas tucumanas que claman en vano por sus hombres presos. Pero lo es en ese instante final, cuando despojándose de todos esos rasgos que lo denigran a lo largo del texto sarmientino, enfrenta ese instante supremo, al que Borges reescribió con el héroe preguntando “¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”...

Segundo caso

De todos modos, y de manera obvia, Facundo Quiroga no es más que un gaucho desde la perspectiva sarmientina. Más aún: es el paradigma mismo del gaucho argentino. Por eso hay que convocarlo, exorcizándolo, como hace Sarmiento en el prólogo de su libro, para que nos revele el misterio de un ser nacional ignoto al que es menester transformar. El gaucho, para Sarmiento, más allá de la fascinación que sobre él pueda ejercer en tanto personaje, es el sujeto negado por la política y la historia.
Martín Fierro, su réplica, su antagonista, será por el contrario el sujeto evocado por la política y la historia. La evocación en Hernández es plañidera y melancólica: posee su propio beatus ille, ese paraíso criollo originario donde el gaucho vivía en un estado de virginal felicidad. El gaucho Martín Fierro, a diferencia de Facundo Quiroga, no tiene un destino trágico, aunque la suya haya sido una vida labrada por tragedias. Sin embargo, potencialmente era un personaje trágico, y por ello Jorge Luis Borges escribe su muerte en su relato “El Fin”, narrando lo que Hernández no había llegado a escribir. ¿Cómo leer, en consecuencia, ese fin borgeano?... ¿Cómo traición, como desvío, como asunción de un legado textual e incluso, y por qué no, como homenaje al texto de José Hernández?...
La literatura se presenta así como un espacio singular de polémicas políticas, pero no en el sentido de una tribuna por la que desfilarían contendientes que asumen posiciones encontradas, sino en el sentido de un espacio donde la política modela, con sutileza y finura, escrituras y representaciones que se cruzan, se encuentran, se chocan y por momentos se diseminan en una dispersión que suele burlar las lecturas más atentas.
Así, la literatura también podría pensarse como un humus lábil y por lo tanto fácilmente maleable, donde se urde el genius de la patria: por ello, la letanía deviene denuncia, proclama, incluso imprecación, cuando Martín Fierro se convierte en Juan Moreira. Que es, ahora sí, un personaje tan trágico como Facundo Quiroga, y que al igual que él, es representado con todos los atributos que a sus héroes le asigna la tragedia.
En un notorio paralelismo, Juan Moreira tampoco escucha las advertencias de quienes le sugieren evitar su destino. Desmesuradamente valiente como el tigre de los llanos, y tan ciegamente como él, marcha al encuentro de su propia muerte, que será mucho más cara que la de Facundo puesto habrá de pagarse con las heridas y las vidas de muchos de quienes lo atacan.
De todos modos, la tragicidad de Moreira no deja de leerse como diferente respecto de la tragicidad de Facundo. Esa diferencia es, claramente, una diferencia de lenguaje y estilo, o -y por decirlo una vez más- de escritura. Porque ahora esa muerte está contada con un lenguaje llano, periodístico, que evita tanto los brillos románticos de Sarmiento como la lengua y la tonalidad gauchesca de Hernández. Dice Moreira poco antes de morir: “Ya he dicho que no tengo cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida, porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si yo peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba”.
Nueva modulación entonces en la representación figurativa del gaucho: ya no es el sujeto negado por la política y la historia, ni el sujeto evocado: es el sujeto segregado de semejantes dimensiones existenciales. Pero es por lo mismo un sujeto acrático, que se levanta utópicamente contra la bestialidad del poder desde un anarquismo individualista tan inviable como ingenuo, donde el único destino posible del héroe radica solamente en poder elegir las formas de su muerte.

Tercer caso

Las muertes decimonónicas son, en la literatura argentina, muertes francamente políticas.
Las muertes del siglo veinte también lo son, pero en muchos casos de manera oblicua.
La muerte de Remo Erdosain es un ejemplo de ello. Desde ya, Erdosain no se presenta como un personaje real, histórico, sino como un personaje ficticio. La ficción moderna del siglo veinte argentino parece desplazar así a la realidad histórica del siglo diecinueve, como si la verdad necesitase exponerse desde una mirada sesgada que la recubre con las texturas y los pliegues que visten lo imaginario. Desde ese imaginario, entonces, la muerte de Erdosain ficcionaliza, es decir, representa como fábula, cierta visión de las relaciones de poder en la Argentina moderna.
Si los personajes arltianos son, como quería Oscar Masotta, humillados que humillan, la muerte de Erdosain -episodio absolutamente paradigmático que, por otra parte, en su densidad significante cierra la trama de esa fábula- se lee como el modo de consumación mayor de dicha fórmula. Porque si la humillación supone la degradación del otro, en el sometimiento que impone una relación desigual y jerárquica, seguramente que no hay modo mayor de esa perversa pulsión de dominio que el asesinato de aquel al que se humilla.
Es por ello que la fábula de Los Siete Locos concluye necesariamente con dos muertes fatalmente enlazadas, la de La Bizca y la de Erdosain. En ambos casos, el victimario es el mismo: se trata, por consiguiente, de un asesinato y de un suicidio. O de una doble inmolación, si se prefiere, perpetrada por un mismo agente que en el segundo caso la practica sobre su propio cuerpo.
Erdosain, el humillado humillante, ofende de esa manera tanto al otro como a sí. Ofende hasta el último límite donde es posible ofender, que es el límite que separa la vida de la muerte. Leída desde la perspectiva del propio personaje, y narrada por un comentador o cronista que asume la tarea de escribir la historia de Erdosain, su muerte ofende sin razón precisa, sin otra justificación más que la que brinda la causa del Mal.
Pero ese sinsentido, ese absurdo de muertes gratuitas, necesita ser comprendido de alguna manera por los testigos de semejante meteoro de irracionalidad, y por ello la novela refiere al concluir ese episodio que “Cuando el cadáver fue introducido a la comisaría, un anciano respetable, correctamente vestido, (...), se acercó a la angarilla donde reposaba el muerto, y escupiéndole al semblante exclamó:
-Anarquista, hijo de puta. Tanto coraje mal empleado.”

Cuarto caso

Podría suponerse, en consecuencia, que toda una zona de la literatura argentina del siglo XX -y acaso su zona medular, esencial- ya no pretende enunciar la política, para transmitirla o difundirla a la manera de un discurso mesiánico, crítico o redentorista.
Por el contrario, quizás podría suponerse que ahora trata de representar la política, dramatizándola, por medio de figuraciones donde los vínculos con lo real político o la política real se muestran mucho más difuminados y trabajados por sinuosas mediaciones que nunca dejan de demandar un esfuerzo hermenéutico a la hora de tornarlas visibles.
Es así que, al igual que la ficción arltiana, la ficción borgeana muchas veces resuelve mediante la violencia de una muerte infligida los enfrentamientos que genera una sociedad perpetuamente en guerra. Las circunstancias y los protagonistas de tales enfrentamientos pueden comprender geografías, momentos y figuras francamente disímiles o diversos, según un despliegue cuyas formas características se reconocen de manera notoria en las colecciones de relatos que signan tanto como refrendan la escritura de Borges: Ficciones y El Aleph. De tal modo, puede tratarse tanto del asesinato de Aarón Loewenthal que urde y ejecuta Emma Zunz, como del ajusticiamiento del militar nazi Otto Dietrich Zur Linde; de la muerte de Martín Fierro por parte del Moreno o de esa otra forma de inmolación, la muerte propia consentida por Fergus Kilpatrick, el líder revolucionario irlandés que admite ser ejecutado para expurgar la ignominia de haber traicionado su propia causa.
O de la muerte soñada por Juan Dahlmann, que sale a la llanura del Sur a buscarla, tanto como de la muerte de Jaromir Hladík, que logra el secreto milagro de que el tiempo se detenga en el instante que precede a su fusilamiento para posibilitar que concluya su obra, o incluso de la paradójica muerte de Eric Lönnrot a manos de Red Scharlach, en una situación que ubica, de modo irrisorio, al investigador policial en el lugar de la víctima.
Lo cual recuerda que la narrativa borgeana, ese sofisticado artefacto generador de fábulas que fueron leídas como manifestaciones de un pensamiento metafísico y filosófico, tampoco elude el tópico existencial de la muerte trágica. De una muerte que se muestra, por otra parte, como la manifestación más cruda de la fuerza pura, de la fuerza ciega que con su mero acaecer desmiente toda pretensión sensata de civilidad.
Así, las muertes borgeanas inscriben la irrupción incontenible de lo bárbaro en lo civilizado, de lo extraño en lo conocido, de lo irredento en el orden de un mundo que aspira a sujetar toda forma de herejía o apostasía respecto de los dogmas que lo sostienen y proyectan. Y en particular: del dogma de la racionalidad que configuraría las formas de sociabilidad e institucionalidad propias de la vida política.

Quinto caso

Si la ficción del siglo XX intenta representar la política por medio de un lenguaje altamente simbólico y figurado, la poesía argentina del mismo siglo hace lo mismo, pero radicalizando las tensiones que la ligan con la lengua.
Como si se dijera: para la poesía la cuestión política ya no es meramente representar, sino además interpelar, cuestionar, recusar, no sólo los usos de la lengua que el poder impone sino además, y esencialmente, sus sentidos y sus formas.
En la convicción de que la lengua convencional, aquella que una sociedad admite como sujeta correctamente a normas, es siempre una lengua autoritaria que limita y constriñe sus propias posibilidades significantes, muchos de los poetas argentinos del siglo XX se proponen como programa o proyecto el socavar la normativa imperiosa de la lengua, para construir una lengua-otra que, como refracción o simulacro de sus figuras y formas, sea la vía regia para una praxis genuinamente emancipatoria.
Esa praxis es ahora discursiva o escrituraria, y la política deviene entonces en un quehacer que asume a las palabras no como simples instrumentos de representación y comunicación sino como un dominio en disputa, cuyo sentido y valor se dirime en la lucha por lograr la potestad efectiva sobre lenguaje.
Los ejemplos son notorios y múltiples. Desde la escritura poética de Oliverio Girondo, que radicaliza la transformación de la lengua llevándola hasta límites insospechados - Entre restos de restas / y mi prole de ceros a la izquierda / sólo la soledad / de este natal país de nadie nadie / me acompaña -, hasta la sutil poesía de Juan L. Ortiz, que hace del lenguaje un fluir musical incesante, tan persistente y recurrente como el curso del río al que nunca deja de cantar, como cuando dice, mirando con su compañera el incendio intencional de unas islas: Ah, miras, ahora, miras / la quemazón de las islas..., lo que provoca la fuga precipitada de las criaturas que huyen del fuego, y que lleva al poeta a denunciar la voracidad de los propietarios diciendo: Y estos son, querida, los azares de esos “bienes” / que no admiten, no, “raíces” / al fondo de una caja cuyo secreto, de otro lado, es, / paradójicamente, no tener, / fondo ninguno...
La historia de la poesía argentina -como la historia de la literatura y la cultura argentina, como la historia a secas de los argentinos- sufriría un corte abrupto y sangriento a partir del 24 de marzo de 1976. De tal modo, y al igual que innumerables manifestaciones literarias, artísticas, culturales, científicas y políticas, la poesía argentina es perseguida, silenciada, y en ciertos casos, condenada al exilio. Sin embargo, el exilio no siempre basta para cortar los lazos profundos, raigales, que la ligan con el país devastado. Así, en el caso de la poesía de Juan Gelman, su escritura continúa ejerciéndose desde la más absoluta posición de exterioridad respecto del suelo natal, y por ello se trata de una poesía francamente desarraiga­da, que de todos modos logra mantener viva la presencia de la patria merced a la fuerza reparadora y redentora del recuerdo: en el rincón de los recuerdos // vivo de vos / o como vos // patria que todo iluminás // como dulzura/ como sombra // //que se explicara yendo la // alma a oscuridad / segura // y no goteara la tristeza // como apretada realidad // // sobre el tejado de la voz // o como techo/ como puma // que se comiese la memoria...
La dictadura del horror y del terror, la dictadura más atroz que instauró a escala demencial la política de desaparición forzada de personas y la pretensión de exterminio de toda forma de cultura disidente, no pudo realizar su cometido de acallar las voces que no hablaban su lenguaje. Así, la poesía argentina pudo seguir cantando -que es su forma de contar- los años del horror que también fueron los años de las formas más heroicas de una resistencia sorda, pertinaz y soterrada. Testimonio de ello es el inolvidable poema “Cadáveres” de Néstor Perlongher, cuando comienza diciendo: Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay Cadáveres // // En la trilla de un tren que nunca se detiene / En la estela de un barco que naufraga / En una olilla, que se desvanece / En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones /Hay Cadáveres // // En las redes de los pescadores / En el tropiezo de los cangrejales / En la del pelo que se toma / Con un prendedorcito descolgado / Hay Cadáveres // // En lo preciso de esta ausencia / En lo que raya esa palabra / En su divina presencia / Comandante, en su raya / Hay Cadáveres

La literatura santafesina y el río

La eterna presencia

Ancho y caudaloso, el Paraná desde siempre -y siempre debería entenderse aquí como la forma más plena de la indeterminación temporal: de lo literalmente indatable- ofrece el espectáculo de su devenir incesante.
Así, podemos imaginar que su eterna presencia fatalmente antecede tanto como modela la mirada y la palabra de quienes pretenden decirlo. “En los orígenes ya era el río”, podría enunciarse de modo orticiano, para significar con ello la precedencia del Paraná respecto de las voces que también desde siempre -aunque en este caso el sentido indeterminado del adverbio suponga necesariamente un alcance menor- han intentado nombrarlo, representarlo, en la insistencia de un diálogo tan infinito y eterno como el mismo río.
La historia literaria y la estética -disciplinas quizás agonizantes- sostuvieron en su era de esplendor la importancia fundamental, decisiva, del paisaje en la configuración de lo que, acaso de manera endoxal, llamamos literatura. De ahí la importancia concedida al desierto en la literatura de los escritores argentinos del siglo diecinueve; de ahí asimismo la importancia atribuida a la montaña y el silencio en los textos de los narradores y poetas que hablan del noroeste argentino, o a la vacua vastedad de las tierras australes en la escritura de los autores que representan el inmenso mundo de las tierras patagónicas. Pero la historia literaria y la estética, en su movimiento de repliegue forzoso, han cedido su lugar antiguamente axial a nuevos saberes y nuevas perspectivas teóricas y epistemológicas. Es así cómo ciertas tendencias críticas contemporáneas promovieron el relevo de esa visión característica acerca de la relación existente entre literatura y paisaje, a la que descalificaron en términos de “romanticismo” y “regionalismo”, cuando no de “esencialismo” o “metafísica”.
Es obvio que la crítica a la importancia concedida al paisaje en los estudios literarios tradicionales ofrece razones irrefutables. Porque si esa importancia se basaba en una concepción realista de la literatura y el arte, según la cual las obras artísticas no serían más que una suerte de reflejo fidedigno de una realidad exterior que la determinaría tanto a nivel de su génesis como de su sentido, resulta evidente que esa concepción oblitera las posibilidades de una comprensión mayor de la naturaleza misma de los hechos literarios y estéticos. Los nuevos saberes acerca de la literatura y el arte han enfatizado positivamente el carácter discursivo o simbólico de sus diversas manifestaciones, al señalar la dimensión productiva que dicho carácter cobra en la instancia de representación de lo real.
Pero ello no impide volver sobre la cuestión del paisaje, entendido ahora como aquello que los textos tematizan, inscriben, por medio de complejos procedimientos discursivos. En rigor, esa cuestión no debería ser pensada más que como cierta modalidad característica que adoptan los textos de una región particular del país, a los que por complejas y sinuosas razones la crítica hegemónica generalmente soslaya cuando no ignora.
En oposición a dicha hegemonía, estas notas pretenden recuperar una serie de escrituras santafesinas donde el río se enuncia poéticamente. No se trata por cierto de una pretensión caracterizada por la exhaustividad: ni el espacio ni la competencia de su autor lo posibilitarían. Se trata, más bien, de un recorrido acotado y sin dudas arbitrario, donde la perspectiva de ese autor reconoce los momentos más plenos, más intensos, en los que el río se convierte en el objeto preciado de la literatura de la provincia.

Un realismo litoral

En 1934, Mateo Booz publica un libro de relatos, intitulado Santa Fe, Mi País. Rosarino por nacimiento, santafesino por adopción, Miguel Angel Correa -tal su nombre real, cuya vida se extendió entre 1881 y 1943- se propuso representar con ese libro las peculiaridades de su provincia natal. [1] Por tal razón, organizó su material en cuatro categorías, que dan nombre a las cuatro secciones que componen el texto: “Las ciudades”, “Campos y selvas”, “Los pueblos” y “Las islas”. Y si bien el río aparece en la totalidad del libro como un trasfondo más o menos visible, más o menos cercano, es en la última sección donde cobra una relevancia absoluta, puesto que allí deja de ser un horizonte y un linde para transformarse en el ámbito donde habrán de transcurrir las historias narradas. Así, el río deja de verse como borde, como aquello que limita un espacio terrestre, para convertirse él mismo en espacio. Espacio acuático, náutico, donde las islas son los lugares físicos que permiten que la vida también acontezca en medio de ese entorno fluvial.
Por ello, las islas y el río no dejan de leerse como la forma de una alteridad que contrasta con el escenario terrestre, pero que también refracta a su modo muchos de los caracteres propios de dicho escenario. Son, por así decir, una otredad que prolonga y extiende el sentido de lo que exhibe la tierra.
Ello se debe, entre otras razones, a que la totalidad del libro está escrita desde una mirada singular y uniforme. Esa mirada es la de un narrador que desea mostrar personajes y situaciones de un modo realista, aunque ese realismo necesite ser puntuado, acotado, si se quiere dar cuenta de él de manera cabal. Porque el realismo de Mateo Booz es un realismo piadoso, que mira a sus personajes como criaturas elementales, por momentos inermes, que enfrentan situaciones y fuerzas adversas con los escasos recursos que les brinda ese mundo en el cual habitan. De ese modo, los tres relatos que integran “Las islas” resultan paradigmáticos respecto de una concepción que vincula especularmente la literatura con lo real, mostrándose como una serie de narraciones aleccionadoras o moralizantes. Así, “Vidalito” cuenta la historia trágica del hijo deficiente de una pareja de isleños, mientras que “Patria de infieles” narra la cándida sumisión de una joven frente a un seductor que proviene de la ciudad, en tanto que “El pequeño mundo de Nabor Camacho” relata el despojo de bienes e hijos al que es sometido un esforzado pescador.
El realismo de Mateo Booz se revela, de tal modo, como un realismo que toma partido. Lejos de la neutralidad aséptica de un naturalismo cientificista, la poética que rige sus relatos asocia férreamente representación de lo real con evaluación crítica de lo representado, con la evidente finalidad de conmover al lector haciendo que adhiera a sus posiciones morales. Y esas posiciones son, indefectiblemente, las de un alma piadosa, que sabe que mostrar el mundo es un acto estético indiscernible respecto del sentido ético que lo nutre y sustenta.
Por su parte, Diego R. Oxley, otro rosarino que pasó gran parte de su vida en la ciudad de Santa Fe, y que vivió entre 1901 y 1995, también escribe una sección de un libro -Soledad y distancias- denominándola “Islas”. [2] Se trata del mismo nombre que utilizara Booz, aunque despojado de la especificación que proporciona el artículo. Islas a secas, también podría decirse, para señalar con ello la autonomía semántica que parece cobrar el vocablo, como si quisiera mostrarse en una independencia discursiva que concentra tanto como delimita su particular sentido.
Las islas de Oxley también están representadas de manera realista, y al igual que la de Booz, la suya es una escritura que adopta las formas y el tono de un realismo social. Nuevamente, los personajes que animan los relatos son esos seres elementales, templados en la ruda faena de subsistir en el mundo del río, como aquellos de los que hablaban las narraciones de Santa Fe, mi País, aunque en este caso su representación pareciera crisparse en el tono de un discurso más seco. Y de nuevo sus historias se muestran como historias dramáticas, en las que lo despojado de sus vidas se lee como el sino fatal que impone ya no un destino sino toda una configuración social que las rige y modela.
En el caso de Solead y distancias, la sección destinada a las islas se compone de cuatro relatos, de los cuales los tres últimos constituyen narraciones similares a las de Mateo Booz. Así, “Una luz en la cuesta” cuenta la historia de un isleño que intenta delinquir con hacienda robada hasta que es despojado de su ilegal ganancia por la policía, mientras que “El rigor de las islas” narra el inútil viaje en canoa de otro isleño que traslada a su mujer moribunda para que un curandero la atienda. Finalmente, “Se aquieta el juncal” cuenta la historia de un cazador que se instala en lo más inhóspito y distante de las islas para hacerse de presas que podrá comerciar, hasta que una noche mata a un hombre que intenta robarle y al que tiempo después identificará, por medio de una conjetura que no se resuelve, con su propio hermano.
La primera narración de “Islas”, por el contrario, marca un momento de distanciamiento no sólo en relación con los relatos de Booz, sino incluso con los propios relatos. Se trata de un texto breve intitulado “La noche, el río y mi sombra”, de sentido fuertemente autorreferencial, que representa al propio autor situado una noche en el paisaje del río. Ese sentido es además epifánico, puesto que el texto celebra cuasi religiosamente el espectáculo que se ofrece al narrador, donde se manifiesta toda una cosmología fluvial. Cuando se arriba al momento crucial del relato, leemos que el narrador se ha embarcado en su canoa y ha llegado remando al medio del río, según una figura diegética que atraviesa y urde tanto los relatos de Mateo Booz como los de Diego R. Oxley: la figura del hombre que rema. Y es en ese momento cuando se opera una especie de purificación, de liberación orientalista de su espíritu respecto del peso prosaico de su propia materia, a la que el narrador refiere diciendo: El impulso del río ha tomado la canoa y la arrastra ahora camino de su viaje, moviéndola suavemente. Suelto los remos y me tiro sobre unos trapos, de cara al cielo, para encender un cigarrillo cuyo humo aspiro con fruición hasta llenar los pulmones. Tengo la impresión de estar suspendido en un punto del espacio, de disgregarme hasta perder el peso y la forma, de convertirme en luz palpitante.

Despojamiento, concisión y orientalismo como atributos de una poética del río

La adopción de una posición espiritualista, e incluso de una mirada oriental situada imaginariamente en el espacio de lo otro de Occidente, no es un accidente excepcional que acontece únicamente en el texto de Oxley.
Así, hay un texto singular y controvertido -puesto que en vida de su autor llegó a sospecharse de que fuese apócrifo- que se muestra como uno de los mayores exponentes de esa posición estética y filosófica: Los poemas del gran río, de Felipe Aldana, nacido en Máximo Paz en 1922 y que pasó gran parte de su vida y desarrolló su obra en Rosario hasta el momento de su muerte en 1970. Su destino fue curioso y extraño, acaso como la misma existencia de Aldana, quien publicó un único libro en vida -Un poco de poesía, en 1949-, y mantuvo inédita el resto de su obra, compuesta por diversos manuscritos entre los que se hallaba una copia mecanografiada de los textos de Los poemas del gran río, aunque sin firma ni indicios que probasen su autoría.
No obstante ello, los estudiosos de su obra han arribado a una suerte de consenso, por el cual se admite que estos poemas pertenecen efectivamente a Felipe Aldana. [3] Es verdad que en el contexto de su obra se muestran como atípicos: Adana escribió una poesía por momentos vanguardista, de sentido crítico y corrosivo, referida a cuestiones características de la vida urbana contemporánea. [4] Pero la heterogeneidad en la escritura de una obra no debería sorprendernos, puesto que resulta mucho más frecuente de lo que el sentido común suele admitir.
Aceptando entonces que Los poemas del gran río también fueron escritos por Aldana, lo primero que se advierte al leerlos es que se trata de una serie de poemas breves, que evocan por más de una razón a la poesía oriental. Porque así como sus temas refieren a visiones por momentos místicas del mundo, donde una gracia trascendente se reconoce, su forma se sostiene tanto en el uso de unidades y estructuras métricas breves, como en una singular retórica donde la elipsis se muestra como una de sus figuras dominantes. Así, uno de los poemas dice: la rama / cedió su línea / y el pétalo / conoció el agua / / ascendió a su cielo / un racimo de perlas / que el sol / enamoraba en colores, mientras que otro refiere: hablábamos bajo los árboles / umbrosos / donde conversan las nieblas / / tan / suave / como una lágrima / descendió la noche.
La poesía de Felipe Aldana deviene así en una lengua leve, donde lo etéreo de sus enunciados parecería ser la manera escogida para representar el mundo desde una experiencia donde estética y religiosidad, como vía de trascendencia, se confunden. Esa modalidad y esa perspectiva también se reconocen en la poesía de Beatriz Vallejos, nacida en Santa Fe en 1922 y que pasara gran parte de su vida entre San José del Rincón y Rosario. Vallejos asume desde sus primeros libros una actitud poética que la liga fuertemente con el cosmos fluvial, al punto que su segundo libro, de 1952, lleva por título Cerca pasa el río. Pero al mismo tiempo, y a medida que su obra va desarrollándose, su poética va adoptando formas cada vez más nítidas e idiosincrásicas: sus poemas sueles ser pequeñas piezas, compuestas sobre una serie limitada de versos no demasiado extensos, que se construyen con un rigor verbal inaudito. Esos poemas generalmente hablan del mundo natural, al que parecen cantar de manera reverencial, como si se tratase en cada caso de una experiencia extática singular. Incluso los títulos de muchos de sus libros revelan con su propio nombre el sentido de esa poética: Pequeñas azucenas en el patio de marzo, Lectura en el bambú, Donde termina el bosque, Del cielo humano o Detrás del cerco de flores. Y si bien la poesía de Beatriz Vallejos no se reduce de modo excluyente a semejante campo temático -puesto que también escribe sobre asuntos o cuestiones propias de la vida urbana- su vocación por lo cósmico la lleva a adoptar un conjunto de formas y tonos que evocan de manera indubitable a la poesía oriental. Así, ciertos poemas pertenecientes a Del cielo humano pueden decir: ¿es él? / ¿es él? / Toca ah / en suspenso / el colibrí (“Virazón azul”), o triscar del agua / en la laguna (“Gris”). [5] Es verdad que la escritura poética de Beatriz Vallejos no se circunscribe exclusivamente a las formas breves, puesto que en un mismo libro pueden convivir poemas extensos con poemas pequeños, sintéticos, que se leen como el hálito fugaz propio de una iluminación mística. Pero son estos poemas, justamente, los que brindan sus rasgos distintivos a una poesía que instituye al río como su objeto privilegiado, como puede leerse por ejemplo en “Del río de Heráclito”, que le brinda su nombre al libro homónimo: Estoy aquí / dijo el agua / pero era / un hilo / de sol / donde / flotaba el camalote. [6]
Cuando la lectura se adentra en estos textos de Aldana o de Vallejos, se tiene la sensación de que la poesía santafesina, al hablar del río, no sólo se acerca de una poética orientalista, sino que además adopta sus formas características. Esa sensación es corroborada si además se lee un libro como Isla adentro, de César Bisso, nacido en Santa Fe en 1952 aunque radicado desde hace años en Buenos Aires. [7] Auténtico heredero de la poética orientalista de Vallejos y Aldana, Bisso insiste en hablar del río con un lenguaje tan despojado como riguroso. Por ello sus poemas hacen un culto de los enunciados nominales, muchas veces desgajados de las estructuras sintácticas que los contendrían en un discurso convencional, para hacer del nombre el modo de un decir deíctico que no sólo designa sino que además, y de modo notorio, señala. Así, frente a un poema como “Fugaz” que dice: Rojo / gestación de la noche / / Ocre / horizonte sin borde / / Azul / descenso del silencio / / Verde / culminación del goce, la lectura reconoce no sólo un gesto que designa lugares y momentos sino que además, y esencialmente, los indica. Pero es en la sección del libro denominada “Haikus azules” donde el orientalismo de Isla adentro se consuma plenamente, puesto que en este caso se trata de practicar abiertamente esa forma poética que representa uno de los íconos emblemáticos de la escritura oriental.
Austeros, escuetos, precisos, los “haikus” de Bisso hacen gala de toda una eficiencia cuando ciñen en la brevedad de su enunciado esas imágenes intensas donde el río se revela. Así, el poema XII puede decir: Sombrero de agua. / Desde la tela púrpura / posa la lluvia, mientras que el poema XIII enuncia: Tras la tormenta / sólo pájaros vuelan. / Magia del cielo. Por ello, estos textos de formato oriental quizás representen el momento en el que la poética orientalista de los autores santafesinos encuentra su expresión más lograda. Aunque esto no debería conducir a la errónea suposición de que no hay otros modos de cantar al río en la poesía de la provincia: sin duda que los hay, pero es justamente esta poética la que imprime una poderosa modalidad distintiva a la escritura de algunos de sus autores más relevantes. La explicación de este fenómeno acaso haya que buscarla en la luminosidad inextinguible que sobre ella proyecta, desde el otro lado del río, el inmenso, el imperecedero, el ejemplar faro orticiano.

Inscribir y borrar: la dialéctica de una singular escritura

La luminosidad de la poesía de Juan L. Ortiz no sólo penetra en la escritura de los poetas de Santa Fe. También ha penetrado, en una dimensión quizás todavía no suficientemente ponderada, en la escritura narrativa de Juan José Saer, quien naciera en Serodino en 1937 y falleciera en París en 2005.
Ello se advierte cuando se lee, o mejor, se oye, la cadencia del ritmo que puntúa su prosa, ciertamente morosa, y tan recurrente y expansiva como la sintaxis poética de Juan L. Ortiz. Esa cadencia despliega la linealidad del discurso haciéndola proliferar en infinitos cursos secundarios, derivados, a través de auténticos meandros textuales que de inmediato evocan las formas sinuosas del río, y que en el caso de Saer llega incluso a torcerla para imprimirle las forma de lo cíclico o circular. Hay, así, tanto en la poesía de Ortiz como en la prosa narrativa de Saer una suerte de mímesis, de identificación raigal ya no con el objeto de su enunciado sino con la forma de ese objeto. A ello se le suma, en Saer, la voluntad expresa de narrar derogando las fronteras canónicas que separan la prosa de la poesía, para hacer de sus narraciones las formas deslumbrantes donde relato y poema parecen fundirse en un único texto.
De tal modo, gran parte de las narraciones de Juan José Saer representan al río por medio de una poética que se sostiene en lo tras-genérico de sus enunciados. Esa poética se revela en diversos textos: en El limonero real, encuentra un momento de intensa consumación en la escena donde Wenceslao se zambulle en el río, en una inmersión que es tanto de carácter físico como psíquico o mental, y en la que el agua se muestra como una sustancia elemental hacia la que todo tiende y de la que todo brota; mientras que en Nadie Nada Nunca el río es lo que traza el contorno tanto del espacio donde se desarrolla la historia como de las acciones y del mundo subjetivo -los modos de percepción, afecto o reflexión- de sus personajes. Esta clase de ejemplos podría desplegarse largamente. Sin embargo, hay un texto donde la escritura del río adquiere un sentido tan relevante, que podría concebirse como un auténtico paradigma de la poética saereana: ese texto lleva por título “A medio borrar”, y forma parte del libro La mayor editado en 1976. [8]
Relatado por un personaje-narrador -Pichón Garay-, “A medio borrar” cuenta los días previos a su partida hacia Europa. En el texto, Pichón es un personaje que narra, pero además, y como gran parte de los narradores de Saer, que mira, puesto que mirar representa el modo problemático aunque inevitable de percibir al mundo. Así, Pichón mira objetos, lugares, personas, pero sobre todo mira el río, que crece peligrosamente y amenaza con borrar la ciudad.
En esa instancia previa a emprender su viaje, Pichón realiza una serie de movimientos: va hasta una carretera a la que se ha hecho estallar con explosivos para permitir el drenaje del agua; recorre calles y lugares característicos de Santa Fe, encontrándose con amigos y conocidos que hablan de ese fenómeno; se dirige a Rincón para despedirse de El Gato, su hermano, debiendo trasladarse por agua para realizar un trayecto que habitualmente hubiese realizado por tierra. De tal modo, la partida de Pichón parece amenazada por la inundación provocada por el río, que se lee como un símil de aquello que desde siempre amenaza la existencia misma del mundo y sus cosas. “De este mundo, yo soy lo menos real. Basta que me mueva un poco para borrarme”, dice Pichón, significando con ello la precariedad de su propia existencia.
En rigor, en el texto de Saer todo está a medio borrar. El mundo, los objetos y los sujetos que lo pueblan, la ciudad toda, se representan como cosas inciertas y difusas, puesto que pensados en términos de realidad, revelan la insuficiencia de cualquier palabra para aprehenderlas de modo satisfactorio. En tal sentido, el relato que cuenta A medio borrar es, entre otras cosas, el relato de las dificultades e incluso de las imposibilidades de toda escritura para significar plenamente lo real, pero también es la narración de su insistencia en lograr tal propósito.
Es sabido que toda la literatura de Juan José Saer siempre vuelve sobre ese tópico, al que modula a través de múltiples variaciones. En el caso de A medio borrar, esa paradoja que sostiene todo decir se manifiesta a través de una metáfora dominante en el texto: la metáfora de un río que crece, implacable, amenazando borrar la memoria, las trazas, los vestigios del mundo, frente a lo cual la escritura no es más que la terca persistencia en inscribir lo real. Un real incierto y por momentos evanescente, al que carcome desde su propio interior la nada, esa blancura que tematiza de manera significativa el cuadro que pinta Héctor, uno de los personajes de la historia. Así, en la poética que sostiene el relato, la escritura se representa como aquello que resulta de la dialéctica agonística establecida entre el inscribir y el borrar.
No resultaría excesivo, en consecuencia, leer todo el texto como una suerte de exhibición de dicha dialéctica, puesto que ella es lo que sostiene tanto sus representaciones como la factura misma de su literalidad. Y si bien la lectura de muchos de sus pasajes permitiría constatar esta proposición, hay uno ciertamente memorable, en el cual la figura del hombre que rema puntúa tanto la trama de la historia como la forma rítmica de su particular sintaxis. Ese pasaje antológico, donde la percepción problemática del mundo se basa en una sintaxis discontinua y quebrada -acaso tanto como las formas de lo real- es el que refiere la llegada de Pichón hasta la casa de Rincón donde supone que está El Gato, diciendo: Y después de doblar dos o tres veces, en completo silencio, en el cancel del crepúsculo, hacia las afueras del pueblo, adormecido más por el agua y por el atardecer que por el ritmo de los remos, sin an­siedad, sin euforia, diviso, por sobre la cabeza del hombre que se inclina hacia adelante, se yergue un momento y se inclina después hacia atrás, creciendo, aproximándose, único punto seco del pueblo a pesar de estar construida a la orilla del arroyo, sobre la barranca, nítida, compacta, con las ventanas abiertas, con alientos humanos que salen de ella aunque nadie sea todavía visible, separada del agua por muchos metros de tierra seca, en declive, un poco extraña para mí por el cambio salvaje del paisaje en el centro del cual se eleva, blanca, enorme, la casa



[1] Booz, Mateo: Santa Fe, Mi País. Buenos Aires, EUDEBA, 1970.
[2] Oxley, Diego R.: Soledad y distancias. Santa Fe, Ediciones Culturales Santafesinas, 2001.
[3] Al respecto, Osvaldo Aguirre en su trabajo “Vida de Felipe Aldana” -que encabeza la edición de la Obra Poética realizada por la Editorial Municipal de Rosario- señala que “La gran incógnita de la producción de Aldana son los `Poemas del gran río´. Algunos allegados al escritor en su época de juventud manifestaban dudas de que le pertenezcan”, para agregar posteriormente que “Para mayor misterio, el original de los “Poemas del gran río se ha extraviado”. De igual manera, Elvio Gandolfo y Eduardo D’Anna señalan, en una nota que precede la publicación de la obra de Aldana en la edición realizada por el Instituto de Estudios Nacionales, que “Estos 46 poemas breves integran un cuadernillo copiado a máquina. No existen otras versiones, borradores ni referencias en el resto de los materiales inéditos”.
La falta de los originales motivó la sospecha de que fuesen apócrifos. Frente a ello, Osvaldo Aguirre expone algunos argumentos destinados a aventar tales sospechas, cuando indica que “Los amigos más cercanos del escritor certifican la autoría de Aldana en los “Poemas del gran río”, mencionando testimonios de Raúl Gardelli y Beatriz Vallejos al respecto. Amén de esa prueba testimonial, Aguirre esgrime otra clase de argumentos más bien lógicos, cuando por ejemplo afirma que “El argumento contra la autoría de Aldana consiste en señalar que los “Poemas del gran río” no guardan correspondencia con la obra. Sin embargo, lo mismo podría decirse de otras zonas de la obra, que se caracteriza justamente por la diversidad y la experimentación constante. La objeción surge de una observación superficial y no hace sino destacar la urgencia de contar con una lectura rigurosa y sistemática, de la este poeta extraordinario todavía carece”. Cfr.: Osvaldo Aguirre: “Vida de Felipe Aldana”, en Felipe Aldana. Obra poética y otros textos, Rosario, Editorial Municipal, 2003, y Eduardo D’Anna y Elvio Gandolfo: Felipe Aldana: Obra Poética (Presentación y notas por Eduardo D’Anna y Elvio E. Gandolfo), Rosario, IEN, 1977.
[4] En ese sentido resulta paradigmático su Poema materialista, del que circulan míticas versiones acerca de la modalidad provocativa y vanguardista con que Felipe Aldana lo leyera en Amigos del Arte de Rosario en 1948. Cfr.: Osvaldo Aguirre: “Vida de Felipe Aldana”, en Felipe Aldana. Obra poética y otros textos, op. cit.
[5] Vallejos, Beatriz: Del cielo humano. Santa Fe, UNL, 2000
[6] Vallejos, Beatriz: Del río de Heráclito. Santa Fe, edición de autor, 1999
[7] Bisso, César: Isla adentro. Santa Fe, Ediciones Culturales Santafesinas, 1999.
[8] Saer, Juan José: “A medio borrar”, en La mayor. Barcelona, Planeta, 1976.

Kristeva, más de treinta años después

a la memoria de Graciela Ortín





A comienzos de los años setenta estábamos concluyendo nuestros estudios de grado en Letras. Estudiábamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario, tal como se la llamaba entonces, según una denominación que sería cambiada durante la última dictadura militar por el nombre presuntamente menos radicalizado de Facultad de Humanidades y Artes, que aún conserva.
Hacia aquel entonces la facultad, como tantas instituciones del país, sufría las conmociones generadas por un proceso político que alteraba profundamente sus bases de sustentación tradicionales y sus principios formales de funcionamiento. Despojada desde mil novecientos sesenta y seis -como el conjunto de los institutos universitarios estatales- de sus formas de gobierno democráticas, la facultad venía siendo administrada por autoridades que, en carácter de interventores, imponían de manera inconsulta políticas y lineamientos de trabajo académicos y docentes. Y aunque en mayo de mil novecientos setenta y tres se produce la asunción del gobierno constitucional de Héctor J. Cámpora, ello no significó un cambio de modelo en el gobierno de las universidades, dado que las autoridades universitarias continuaron siendo designadas por el poder ejecutivo nacional a través de su ministerio de educación.
Sin embargo, lo que mutó absolutamente fue la orientación ideológica y política impuesta por las nuevas autoridades de la facultad, identificadas claramente con lo que se presentaba como un proyecto de carácter nacional, popular y revolucionario. Ese proceso de cambio tuvo sus logros y sus límites, tan notorios los unos como los otros, puesto que así como se pudo remover a un conjunto de profesores enrolados en el conservadurismo cultural y teórico característico de la gestión del gobierno militar, imponiendo orientaciones mucho más comprometidas con las expectativas y demandas de los sectores más dinámicos del movimiento político y social, por otra parte se sostuvo en las decisiones de un poder interno establecido sin ninguna clase de participación formalmente democrática a nivel de los claustros, aunque en determinadas ocasiones esa limitación fuera paliada por pronunciamientos de tipo plebiscitario importantes.
En ese marco político e institucional, en mil novecientos setenta y tres cursamos la cátedra de “Metodología de la Investigación Literaria”, a cargo de Nicolás Rosa. Como en otros casos similares, se trataba de una auténtica cátedra paralela, creada por las autoridades de la facultad para posibilitar el acceso de los estudiantes al trabajo de docentes comprometidos con el proceso de trasformación en marcha, puesto que por razones jurídicas la titularidad de esas cátedras seguía estando en manos de profesores designados durante el gobierno militar. Así fue cómo en ese singular contexto histórico, cultural y político tomamos contacto por primera vez con la enseñanza de Nicolás Rosa, ciertamente atípica en relación con los cánones teóricos e ideológicos dominantes.
Merecería una consideración más pormenorizada la posición de Rosa en lo que podría llamarse con cierta libertad “el campo intelectual” de la época, e incluso en el espacio cultural hegemónico en la universidad estatal. A diferencia de otros profesores designados por las autoridades del gobierno constitucional en la carrera de Letras, Rosa no participaba activamente de las formulaciones teóricas, epistemológicas y culturales del proyecto nacional y popular en la universidad, distanciándose de ese modo del trabajo corriente sobre géneros como el tango, el comic o la gauchesca, y de la asunción igualmente difundida de paradigmas provenientes de la lectura de autores como Gramsci, Lukacs o Goldmann.
Por el contrario, y a pesar de adherir plenamente al proyecto político dominante en la universidad, Rosa se caracterizaba por adoptar posiciones teóricas y epistemológicas poco comunes respecto del horizonte de saber implicado por dicho proyecto. En su caso se trataba una perspectiva más ligada a una formación de carácter lingüístico y semiótico, cuyas fuentes se situaban nítidamente en el ámbito del pensamiento y la cultura franceses. No sería incorrecto definir esas posiciones como las de un estructuralista vernáculo, es decir, como las de un crítico que habiéndose formado en la lectura de autores como Saussure, Benveniste, Lévi-Strauss, Barthes, Althusser, Lacan o Derrida, se valía de esas fuentes para elaborar un pensamiento propio capaz de interrogar e interpelar a la literatura argentina desde una mirada tan innovadora como sutil, tan rigurosa como finamente elegante a la hora de plasmarse en una escritura densamente sugerente.
Por ello, las clases de Nicolás Rosa como profesor de “Metodología de la Investigación Literaria” suponían indefectiblemente la lectura de tales autores, con el fin de conocer, adquirir y eventualmente utilizar sus conceptos y categorías como instrumentos privilegiados en la investigación y la crítica literaria. No sería excesivo afirmar que en esas clases se formó toda una promoción o una generación de docentes, investigadores y críticos, muchos de los cuales ocupan posiciones expectables en el universo académico actual, como es el caso de Susana Frutos, Ana María Margarit, Lucrecia Escudero, Héctor Piccoli, Lelia Area, Ana María Gargatagli y tantos otros que escapan a la insuficiente memoria que guía estas notas.
Las clases de Nicolás Rosa suponían además toda una dimensión escénica, en el sentido teatral del término. Auténtico maestro en el arte de transmitir un saber, Rosa practicaba una verdadera mise en scène donde ese saber no sólo se enunciaba, sino que además se exhibía, incluso podría decirse, se actuaba. O mejor, y más precisamente: se actuaba su posesión, sus usos, su ejercicio, como si el conocimiento de ese canon de autores franceses supusiera además un registro pasional donde saber y deseo no fuesen más que dos aspectos de un mismo fenómeno, las formas indiscernibles de un objeto siempre por alcanzar y de la fuerza empecinada de su visión y su búsqueda. Así, las clases de Nicolás Rosa provocaban un notable efecto de transferencia, haciendo que sus alumnos se involucrasen desde un mismo pathos en ese deseo de saber que él sabía dramatizar mejor que nadie.
En ese momento y en ese clima fue como aquel año excepcional leímos por primera vez un texto de Julia Kristeva. El texto se llamaba “La semiótica ciencia crítica y/o crítica de la ciencia”, había sido publicado en la cuasi mítica revista Tel Quel, y poseía un carácter programático evidente. No es nuestro propósito volver sobre los contenidos de ese artículo, describir sus conceptos y la lógica que los trama, analizar los supuestos epistemológicos que lo sustentan: esa es una tarea por hacer por historiadores de las ideas, de la epistemología y de la propia semiótica. Lo que nos interesa acá es más bien la rememoración de las impresiones, de los efectos no sólo intelectuales sino también afectivos que la lectura de ese texto provocó en nosotros. En ese sentido, podría afirmarse sin incurrir en un decir hiperbólico que esa lectura operó al modo de una genuina revelación, utilizando deliberadamente este término para connotar el sentido de religiosidad con que leímos a Kristeva en aquel momento.
¿Qué había en esas líneas indudablemente áridas, en sus formulaciones notoriamente abstrusas, capaz de fascinarnos con sus enunciados, como si allí se estuviese descubriendo algo que durante mucho tiempo habíamos estado esperando encontrar?... Para decirlo de manera directa y ruda, había una conjunción o una síntesis de una serie de saberes altamente valorizados cuya incompatibilidad hasta entonces era no sólo una evidencia sino también una frustración intelectual. Esos saberes ocupaban dos campos diferenciados y muchas veces contrapuestos: de un lado aparecían la filosofía, la estética, la sociología generadas a partir del pensamiento de Marx, y del otro un conjunto de ciencias del lenguaje cuyas fuentes iban desde Sausurre hasta Freud, desde Jakobson, Propp o Tinianov hasta Lévi-Strauss o Greimas. Como tantos estudiantes de aquella época, de ambas tradiciones participábamos y de ambas perspectivas de conocimiento se nutría nuestro quehacer intelectual. Así, valorábamos lo que de ideológico y de político podíamos encontrar en la tradición marxista, tanto como las posibilidades de formalización que nos brindaba la perspectiva formalista-estructural, pero sentíamos que se trataba de compartimentos estancos, de territorios incomunicados a partir de los muros epistemológicos que trazaban, de manera rigurosa y taxativa, sus límites y sus fronteras.
El texto de Kristeva se nos presentó, por consiguiente, como la iluminación de un camino que debíamos recorrer, puesto que permitía articular la preocupación por la especificidad del texto literario -ese especie de ansiedad cognitiva que había impregnado las piezas dispersas de la teoría del formalismo ruso- con el interés por los aspectos contextuales (es decir: históricos, sociales, políticos) que, en la tradición de los estudios de corte marxista, se presentaban como la condición de posibilidad misma de cualquier investigación rigurosa y científica. Y así como desde ambas trincheras epistemológicas tradicionalmente se había denostado las posiciones de los adversarios teóricos -al criticar desde el marxismo la inmanencia del método formalista, y al criticar desde el formalismo la falta de especificidad de la teoría marxista-, ahora el texto de Kristeva nos venía a decir que la conjunción epistémica de ambas perspectivas era una empresa posible y viable.
Fue así como los tres subtítulos que organizaban el pequeño ensayo de Kristeva se mostraron como verdaderos mojones que indicaban los puntos fundamentales de ese camino por transitar. Esos subtítulos rezaban: I “La semiótica como modelado”, II “La semiótica y la producción” y III “Semiótica y ‘literatura’ ”. De tal modo, el primero proponía que los modelos formales de las matemáticas, la lógica y la lingüística se convirtiesen en el instrumento privilegiado por la investigación semiótica, aunque tomándolos como una suerte de nivel meta-discursivo siempre en desarrollo y transformación, dado que la práctica semiótica se concebía como un quehacer que permanentemente sometía a crítica o mejor, a una autocrítica, a sus propios desarrollos y sus particulares instrumentos. Ciencia crítica y/o crítica de la ciencia era la forma de un enunciado en quiasmo que intentaba señalar el sentido abierto y dialéctico que suponía un quehacer cuestionador de cualquier visión sistemática, cerrada y ahistórica de las prácticas significantes.
Si el primer subtítulo suponía concebir a la semiótica como quehacer, cómo una práctica que reduplicaba el sentido de las prácticas a las que tomaba como objeto, el segundo subtítulo desplegaba la singular perspectiva teórica desde la cual tales prácticas debían comprenderse e interpretarse. Para esta semiótica de nuevo cuño -cuyo objeto específico era denominado texto pero no en el sentido sustantivo de una cosa o un ente sino en el sentido dinámico de un proceso o una práctica material-, se trataba de abordar a su objeto justamente en esa dimensión de proceso y trabajo: como una producción antes que como un producto, como el lugar abierto e ilimitado de generación de los sentidos que ese texto manifestaría antes que como la superficie estructurada y finita donde esos sentidos podrían reconocerse. Se trataba, por lo tanto, de leer la producción que precede al producto, pero no en un sentido meramente temporal sino en el sentido lógico e incluso ideo-lógico del término.
Dónde encontrar el modelo que pudiera dar cuenta a ese proceso generativo del texto, se preguntaba y nos preguntaba Kristeva, para responder(nos) que no lo hallaríamos en Marx sino en Freud. Los argumentos que exponía para sostener semejante tesis eran tan originales como sugerentes: Marx “se ve obligado a estudiar el trabajo en tanto que valor, a adoptar la distinción valor de uso-valor de cambio y -siguiendo siempre las leyes de la sociedad capitalista- a no estudiar más que este último”. La economía política de Marx implicaba, según Kristeva, una semiótica de la comunicación en tanto que teoría del intercambio. Por ello podía afirmar asimismo que Marx “no hace más que una descripción critica del sistema de intercambio de signos (de valores) que ocultan un trabajo-valor”. Pero a partir del propio Marx, agregaría Kristeva, “es pensable otro espacio en el que el trabajo podría ser aprehendido fuera del valor, es decir, más acá de la mercancía producida y puesta en circulación en la cadena comunicativa”. Ese otro espacio había sido descubierto por Freud, continuaría argumentando Kristeva, puesto que “fue el primero en pensar el trabajo constitutivo de la significación anterior al sentido producido y/o al discurso representativo: el mecanismo del sueño”. Por ello Freud “desvela la propia producción en tanto que proceso no de intercambio (o de uso) de un sentido (de un valor), sino de juego permutativo que modela la propia producción”. Ello significa asimismo que “Freud abre así la problemática del trabajo como sistema semiótico particular, diferente del del intercambio: ese trabajo se hace en el interior del habla comunicativa pero difiere esencialmente de ella”.
De ese modo, Julia Kristeva devenía en una especie de guía privilegiado que nos conducía por caminos hasta entonces impensados e inéditos. Su texto planteaba una disyunción que para nosotros condensaba los dilemas últimos de la tarea intelectual, científica y política, unificada en una misma práctica que se nutría de y se proyectaba sobre esos planos heterogéneos de la realidad o del mundo. “Nos parece que todo el problema de la semiótica actual reside ahí” indicaba Kristeva de manera admonitoria, afirmando de forma taxativa que o se trataba de “seguir formalizando los sistemas semióticos desde el punto de vista de la comunicación”, o por el contrario se trataba de “abrir en el interior de la problemática de la comunicación (que es inevitablemente toda problemática social) ese otro escenario que es la producción de sentido anterior al sentido”.
Aunque al lector le parezca una desmesura un tanto ridícula, deberíamos agregar que la revelación que significaba ese texto para nosotros se sostenía en un inevitable mesianismo. Julia Kristeva, ese nombre desprovisto de referentes icónicos -su fotografía aparecería años más tarde, con la edición española de su Semiótica-, ese nombre propio despojado de imágenes como si se tratase nada más que de una pura voz perteneciente a una lengua extraña, era la denominación de quien parecía conducirnos hacia una tierra prometida: la tierra de la definitiva deposición de la noción ideológica de literatura, y de la instauración del texto como el objeto privilegiado de una ciencia crítica que era a la vez una crítica de la misma ciencia.
Los discursos religiosos, es sabido, son enunciados como anunciación por los mesías y difundidos como buenas nuevas por los apóstoles y predicadores. Nicolás Rosa fue sin dudas un apóstol de Kristeva, o por lo menos de ese modo lo vivimos en aquellos años de formación teórica. Seguramente por ello su enseñanza representó la mediación entusiasta que nos permitió acceder a un universo fascinante, donde marxismo y freudismo se entrelazaban sorprendentemente en una suerte de combinación teórica inesperada que no excluía al discurso de la lingüística generativa, la lógica matemática, la epistemología althusseriana o las complejas y sinuosas elaboraciones derrideanas acerca del logocentrismo, la escritura y la différance.
Digámoslo una vez más: lo que para una mirada actual parece incomprensible o por lo menos extraño, desde nuestro punto de vista epocal parecía convincentemente coherente. Por ello podíamos participar tanto de las formulaciones intelectuales del telquelismo como del proyecto político de transformaciones revolucionarias que se desarrollaba en la universidad y en el país. En ese orden de cosas, la figura de Nicolás Rosa fue sin duda descollante y paradigmática. En mil novecientos setenta y cuatro se produjo la renuncia del decano de la Facultad de Filosofía, y ante la inminencia de la designación de un nuevo decano por parte de las autoridades de la universidad, sus claustros se constituyeron en asamblea para evaluar la situación y elaborar una propuesta que sería elevada a las autoridades. De tal modo, una asamblea de estudiantes y docentes propuso por unanimidad y aclamación el nombre de Nicolás Rosa para el decanato de la facultad, propuesta que el rectorado de la universidad aceptó de inmediato designándolo para ese cargo.
La gestión de Rosa como decano conjugó excelencia académica con radicalidad política, en una fórmula que día a día se volvía tan insostenible como peligrosa. Como el lector recordará, entre fines de mil novecientos setenta y cuatro y comienzos de mil novecientos setenta y cinco comenzaría un proceso de contra-ofensiva por parte de los sectores más reaccionarios de la vida política del país, cuyo objetivo último era la destrucción del proyecto político liderado por la tendencia revolucionaria del peronismo. Esa ofensiva fue desatando una espiral de violencia y de muerte, que encontraría su instancia máxima de realización a partir del golpe militar producido el veinticuatro de marzo de mil novecientos setenta y seis.
En ese contexto, el decanato de Nicolás Rosa terminó como tenía que terminar, es decir, minado por las amenazas que habitualmente recibía y por incipientes atentados de violencia en la propia facultad. Y si bien durante unos meses de mil novecientos setenta y cinco Rosa se alejó momentáneamente del país, a partir de mil novecientos setenta y seis se radicó definitivamente en Buenos Aires, donde desarrollaría una valiosa tarea que combinaba formas de resistencia cultural con prácticas de formación teórica y crítica de numerosos grupos de alumnos que buscaban en sus clases todo lo que había sido erradicado de la universidad.
A lo largo de mil novecientos setenta y seis y mil novecientos setenta y siete, cuando el terror se había instalado sobre la sociedad argentina impidiendo cualquier forma de manifestación opositora a la dictadura militar, asistimos a las clases de Nicolás Rosa en Buenos Aires, no sólo porque allí encontrábamos la única posibilidad de continuar con nuestra formación teórica, sino también porque en ese lugar literalmente clandestino podíamos seguir ejerciendo nuestro derecho al pensamiento crítico, cuestionador y potencialmente emancipador. Con el tiempo, el aparato férreo que el régimen militar había desplegado sobre todo el país comenzaría a mostrar sus fisuras, sus incipientes puntos de resquebrajamiento que habrían de multiplicarse después del fracaso en Malvinas. Así fue como en la Feria del Libro realizada en Buenos Aires en mil novecientos setenta y nueve o en mil novecientos ochenta -una vez más, la memoria vacila, incapaz de ceñir con precisión la puntualidad de la cronología histórica- nos encontramos con la edición española de Semiótica, publicada en Madrid en mil novecientos setenta y ocho por la editorial Fundamentos.
Todavía recordamos las formas, las manifestaciones, del sentimiento de felicidad que nos embargó en ese momento. En esa Argentina arrasada, que sobrevivía penosamente entre tanto silencio, opresión y violencia, los dos tomos de Kristeva representaban el acceso a un modo de pensamiento, a un discurso crítico, que aún en ese marco nos incitaba a hacer algo -por limitado que fuese- en pos de un mundo mejor. Con fruición leímos esos volúmenes, subrayando líneas, anotando ideas, conectando artículos, en la convicción o en la creencia de que finalmente el saber verdadero acerca de la cosa literaria nos había sido dado.
Acaso como ocurre con tantas pasiones juveniles, el amor por Kristeva se fue diluyendo con el paso del tiempo. La restauración democrática de mil novecientos ochenta y cuatro nos permitió volver a nuestra vieja Facultad de Filosofía, rebautizada como Facultad de Humanidades y Artes. Allí volvimos a trabajar con Nicolás Rosa por última vez, ya que en mil novecientos ochenta y seis accedimos a través de un concurso a nuestra propia cátedra de teoría y crítica literaria. También él fue abandonando su fervor telqueliano, tanto como la propia Kristeva, quien después de haber publicado en mil novecientos setenta y cuatro la obra que cerraba la elaboración de su proyecto semiótico -La révolution du langage poétique- habría de orientarse posteriormente hacia los senderos más solidificados de la investigación y la práctica psicoanalítica.
Los años, crueles, suelen borrar de la memoria el recuerdo de los momentos que alguna vez creímos gloriosos. Sin embargo, y por razones que muchas veces desconocemos, algo de ese pasado siempre retorna. Quizás por eso en un mundo como el actual, tan distinto al mundo de las años setenta y sin embargo sostenido sobre un horizonte de poder similar, volvemos a encontrar ciertos textos, ciertas voces, ciertas palabras que continúan ofreciendo resonancias o reverberaciones donde un sentido emancipador se reconoce. Y es entonces cuando, al encontrar esos textos donde todavía lo revolucionario del lenguaje poético se encarna, que la semiótica kristeviana de algún modo retorna.
Sabemos por las grandes enseñanzas filosóficas que ese retorno jamás podría ser una vuelta de lo mismo, de lo idéntico, y acaso por ello esa semiótica que supo fascinarnos en nuestra juventud no regresa ahora como una formulación intelectual sino más bien como una sensación, como un sentimiento tenue pero firme. Ese sentimiento es el de que hay momentos singulares, acontecimientos especiales en la vida personal y colectiva, donde la literatura y la política pueden llegar a confundirse como dos facetas indisolublemente ligadas en la experiencia trascendente que vivimos cuando algo -por escaso o pequeño que ello fuera- del orden del mundo se transforma.

Walter Benjamin y la perspectiva materialista en el análisis de Baudelaire

INTRODUCCION



Entre 1938 y 1939 Walter Benjamin escribió sus tan célebres como decisivos ensayos sobre Baudelaire: "El París del Segundo Imperio en Baudelai­re", y "Sobre algunos temas en Baudelaire". En ellos se proponía desarrollar un "análisis materialista" de la obra del gran poeta francés, introduciendo criterios y puntos de vista superadores de los tradicionales tratamientos de tipo idealista o espiritualista que había recibido la obra de Baudelaire.
Ese análisis suponía asumir una tradición incipiente, pero ya entonces constituida como tal, en el campo de la filosofía, la estética o la historia y la sociología del arte: la tradición inaugurada por el pensamiento de Marx, y prolongada en la obra de autores tan significativos como Georg Lukacs o Bertold Brecht. Para esa tradición, la obra estética, lejos de concebirse como la mera manifestación de cualquier forma del "espíritu" o de algún "genio creador", debía entenderse como una producción simbólica y cultural que, situada en el nivel de los fenómenos o manifestaciones "superestructurales" de una sociedad históricamente determinada, estaba sometida, aunque fuese "en última instancia", a un conjunto de determinaciones materiales que condiciona­ban las formas de su emergencia y su significación histórica y social.
De esa tradición, Walter Benjamin recogió diversas nociones y categorías teóricas. Una de las más significativas, en el contexto de estos ensayos, es la noción de "fetichización", acuñada por Marx a propósito del análisis de la mercancía y retomada por Lukacs a propósito del análisis de las relaciones sociales en general en el marco de la sociedad capitalista.[1]
No obstante ello, esa recuperación de ciertas categorías fundamentales del pensamiento marxista nunca adoptó en los textos de Benjamin el carácter de las repeticio­nes "ortodoxas", porque su relación con el marxismo no pasaba por tales ejes o parámetros. Como ha sido profusamente señalado, el "pensamiento" benjaminiano es altamente heterogéneo y diverso en cuanto a sus fuentes y líneas de desarrollo, y si el marxismo constituye una de esas fuentes y líneas, el pensamiento místico y teológico constituye otra, de la misma manera que la estética y la literatura del simbolismo.[2]
Desde ese punto de vista, podría decirse que el "pensamiento" benjami­niano es un pensamiento complejo, y que resulta dificultoso aislar alguno de sus componentes para analizarlo autónomamente, ya que su consideración exige siempre algún tipo de referencia a los otros estratos de ese pensamiento. Pero además, y junto con ello, las formas que manifiestan o expresan sus ideas no son las del discurso típicamente filosófico, académico y expositivo, caracte­rizado por la rigurosidad lógica y formal, sino las del discurso ensayístico y literario, que hacen de la imagen (concebida como un punto de "condensación" del sentido) la "iluminación" que proyecta, a través de la riqueza de sus elementos constituyentes, una multiplicidad de significaciones irreductibles a cualquier esquema de carácter abstracto y meramente conceptual.
En tal sentido, podría afirmarse que la escritura de Benjamin solicita ser leída como una escritura literaria y ensayística, aún en sus incursiones por temáticas características de las ciencias sociales y la filosofía. Lo cual no significa que carezca de rigor o de fundamentos conceptuales para abordar tales temáticas, sino que el modo de hacerlo, o en otros términos, sus realizaciones discursivas, difieren notablemente respecto de las realizaciones características del discurso típicamente filosófico o científico.[3]
Al respecto, baste señalar como ejemplo de lo precedente los múltiples casos donde sus textos apelan a las imágenes o comparaci­ones de intenso valor alegórico, para ilustrar cuestiones que son significadas precisamente de ese modo y no de modo abstracto o puramente conceptual: la imagen del materialismo histórico como un muñeco jugando al ajedrez en las "Tesis de Filosofía de la Historia",[4] la de la poesía de Baudelaire como "un golpe de mano" equivalente al "putch" de los conspiradores, en "El París del Segundo Imperio...",[5] la de los movimientos de los transeúntes en Londres descriptos por Poe como símiles de los movimientos de los obreros en una fábrica o de los movimientos de los jugadores en "Sobre algunos temas en Baudelaire",[6] por mencionar algunos de ellos.
Esa modalidad de su escritura, que lo lleva a privilegiar la imagen y el fragmento en desmedro de la totalidad teórica y la cohesión discursiva, generan no pocas dificultades cuando se intenta "reconstruir" su hipotético sistema de pensamiento. Por el contrario, y como ha sido señalado, su pensa­miento supone antes que una forma sistemática, "distintos impulsos que a veces chocan entre sí sin llegar a una síntesis".[7] En tal sentido, acaso sea preferib­le describir al pensamiento benjaminiano como un espacio de desarro­llo y coexistencia inestable de diversas tendencias teóricas y filosóficas, que encuentran en cada caso distintas maneras de resolución en cuanto a la forma de relacionarse.
Por consiguiente, la consideración o el estudio del "análisis materia­lista" que perseguía Benjamin a propósito de la obra de Baudelaire no puede prescindir de estas cuestiones cuando se trata de ello. Los textos sobre Baudelaire suponen, en efecto, una perspectiva claramente materialista, pero esa perspectiva se desarrolla sobre la base de un discurso que cobra las característi­cas temáticas y formales señaladas anteriormente.
Al respecto, el objetivo de este trabajo es estudiar, precisamente, las características teóricas y discursivas de ese "análisis materialista". Ello supone, lógicamente, trabajar sobre los dos ensayos referidos a Baudelaire, pero también sobre una serie de textos en los que esa perspectiva materialista se va configurando. Nos referimos, en concreto, a "El autor como productor", "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica", "Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs", "París, capital del Siglo XIX" y las "Tesis de Filosofía de la Historia". Se trata de un conjunto de textos escritos a lo largo de la década del 30, cuando Benjamin ya había adoptado claramente la perspectiva materialista para el desarrollo de sus investigaciones, y que son en su mayoría inmediatamente anteriores a los dos ensayos sobre Baudelaire. El único texto posterior a la redacción de esos ensayos es el de las "Tesis...", pero su conexión con ellos es sumamente estrecha, al punto que fueron concebi­dos, como señala Bernard Witte, "para servir de aclaraciones metodológicas al Baudelaire", si bien fueron "entendidos también como reflexión fundamental sobre la esencia del tiempo histórico y sobre las tareas del historiador materialista ".[8]
En tal sentido, uno de los propósitos que perseguimos con el presente trabajo es analizar de qué manera la "perspectiva materialista" que adoptan los ensayos de Baudelaire se va constitu­yendo en ese período anterior a su redacción, y cómo en los textos mencionados aparecen un conjunto de ideas y puntos de vista que se proyectarán en el análisis de Baudelaire. De ese modo, nos proponemos "contextualizar" la lectura de los textos sobre Baudelaire en el marco de un conjunto de trabajos que prefiguran o anuncian importantes aspectos y cuestiones desarrollados en ellos.




LA OBRA DE ARTE EN LA ERA DE LA TECNICA



Hacia los años 30, como se ha dicho, Benjamin ya ha adoptado enfoques y principios teóricos materialistas o marxistas. Pero ese hecho es susceptible de ser precisado aún más, ya que las posibili­dades de adopción de puntos de vista materialistas pueden ofrecer distintas variantes, incluso dentro de un mismo momento histórico. Así, según sean los criterios pero también los intereses teóricos, políticos y sociales que sustenten cada posición, pueden privile­giarse distintos aspectos económicos, ideológicos, históricos o culturales de los fenómenos analizados. Si en la Unión Soviética, por los mismos años, cierta estética oficial se deslizaba por los excesos del "socio­logismo" o del "economicismo", junto con en ello se desarrollaban las investi­gaciones del "círculo Bajtín", que privilegiaban los aspectos ideológicos en el estudio de los fenómenos estéticos y discursivos.[9]
En Occidente, por su parte, las innovaciones técnicas eran el aspecto relevante del proceso social en curso que concitaban la atención de ciertos teóricos de filiación marxista como Brecht y Benjamin. Al respecto, señalemos al pasar que de él participaban además intelectuales y artistas de distinta procedencia, incluso antagónica respecto del marxismo, como era el caso del futurismo de Marinetti. Se trataba, evidentemente,de una percepción "epocal" que atravesaba los grupos y las posiciones estéticas y políticas, en una suerte de fascinación o "encantamiento" respecto de los avances técnicos propios de la época.[10]
De ese aspecto relevante de su época hizo Benjamin, precisame­nte, uno de los ejes de su reflexión y su producción "teórica". Pero lejos de la exalta­ción acrítica o de la apología que podían practicar autores como Marinetti, sus consideraciones acerca de la importancia de la técnica en el desarrollo del arte contemporáneo nunca soslayaron los aspectos críticos de la cuestión.
Así, en "El autor como productor",[11] Benjamin señala la íntima rela­ción que existe entre la moderna obra de arte y la técnica, ya que las modificacio­nes operadas en el plano de la técnica afectan no sólo las condi­ciones de producción, circulación y consumo de las obras de arte, sino también la naturaleza misma de éstas.
Situándose en el debate de esos años acerca de la relación entre tendencia política y tendencia literaria, afirma que en realidad la una implica a la otra. Por ello, se trata de analizar, antes que la relación de la obra con las condiciones de producción de su época (entendida como una cuestión sumamente genérica y de difícil resolución), la relación de la obra con las condiciones literarias de producción. Esta reubicación de la cuestión conduce entonces, según el razonamiento de Benjamin, a la pregunta por la técnica. Esa pregunta es la que permite situar correctamente la relación entre "tendencia y calidad", ya que "la tendencia política correcta de una obra incluye su calidad literaria".
De ese modo, la consideración del estado de la técnica en la sociedad contemporánea lleva a repensar, según Benjamin, las ideas establecidas acerca de las formas, los géneros y los roles literarios. Basándose en el análisis de la evolución de la prensa en la Unión Soviética, Benjamin afirma que "estamos dentro de un vigoroso proceso de refundición de las formas literarias", y que ese proceso de refundición "no pasa únicamente por las distinciones convencio­nales entre los géneros, entre escritor y poeta, entre investigador y divulga­dor, sino que somete a revisión incluso la distinción entre autor y lector".
No exento de un cierto optimismo difícil de justificar, Benjamin creía de ese modo que "el progreso técnico es la base del progreso político" del escritor. O dicho en otros términos, que solamente la asunción de las nuevas posibilidades que ofrecía la técnica, era lo que permitiría un avance en el desarrollo político correcto del arte contemporáneo. Esa posición suponía además la recuperación de la estética brechtiana, en la que el tema de la técnica y su incidencia favorable en el proceso político revolucio­nario ocupaban un lugar central.
Así, el ejemplo soviético se entendía como un caso ideal, puesto que ilustraba prácticamente de qué manera el avance de la técnica ( en este caso desarrollado además por los modernos medios de comunicación social) transfor­maba la naturaleza misma de la obra literaria, al tiempo que posibilitaba la participación y el protagonismo de las masas en el proceso de su producción.
Por esa vía, Benjamin establecía ciertas coordenadas de su perspectiva materialista, que suponía considerar prioritaria y centralmente a la técnica en los procesos analíticos de la obra de arte. Junto con ello, el análisis materialista debía tener en cuenta las "refundiciones" de las formas y los géneros establecido­s, sometiendo a crítica la creencia en una naturaleza metafísica o ahistórica de la obra. Por otra parte, el análisis materialista incorporaba un componente inexistente e inadmisible para la estética "espiri­tualista", el componente de las masas o las multitudes sin el cual el análisis de la obra de arte resultaba absolutamente fallido.




DE LA PERCEPCION AURATICA A LA PERCEPCION DEL SHOCK



Las coordenadas que organizan la perspectiva materialista de Benjamin encontrarían en "La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica" [12] un lugar de manifestación privilegia­da, ya que ese texto desarrolla, profundizándolas, diversas cuestiones apuntadas en "El autor como productor".
En primer lugar, la cuestión de la técnica, entendida ahora desde el punto de vista de la reproductibilidad técnica de las obras. Al respecto, Benjamin señala que en la época actual los mecanismos de reproducción técnica de las obras ofrecen posibilida­des aparentemente ilimitadas, ya que todas las formas y sustancias estéticas son susceptibles de reproducción, por medio de la fotografía, el fonógrafo, los periódicos o el cine.
Pero esa posibilidad casi infinita de reproducción técnica altera profundamente la percepción e incluso la naturaleza de la obra de arte, dado, que atrofia su "aura".
El "concepto" de "aura" -es difícil definirlo como un "concepto" en el sentido lógico del término, ya que el término "aura" va adoptando distintas acepciones en los textos de Benjamin- hace referencia tanto a un cierto modo de ser de la obra como a un cierto modo de percepción de la misma. Así, su modo de ser es el de un "aquí y ahora", o en otros términos, el de las circunstancias singulares de una existencia irrepetible y por lo tanto de una "autenticidad" que no pueden ser reproducidas por ningún medio técnico. Benjamin define el aura como "la manifestación de una lejanía (por cercana que pueda estar)", y agrega en una nota a pie de página que esa definición "no representa otra cosa que la formulación del valor cultual de la obra artística en categorías de percepción espacial-temporal".
Por ello, el modo aurático de la obra se vincula con su función ritual o cultual, ya que ese modo aurático es característi­co de épocas y formas históricas en las que el arte es un objeto de culto que remite, en su manifes­tación sensible, a las instancias sobrehumanas de la divinidad. A ese modo le corresponde una percepción "sacralizada", reducida y en muchos casos elitista, que excluye la percepción masiva de las obras.
En la sociedad moderna, por el contrario, y gracias a la reproducción técnica de las obras, la percepción de lo estético es una percepción masiva, que imprime sus características al proceso de recepción de las obras por parte del público. Ello obedece a dos circunstancias puntuales, a saber: la tenden­cia o aspiración de las masas a "acercar espacial y humanamente las cosas", y la tendencia a "superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproduc­ción". Porque cada día "cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen", o aún más, "en la copia y la reproducción". Se trata así de una percepción "cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible".
La consecuencia de esta percepción masiva es que logra "quitarle su envoltorio a cada objeto, triturar su aura", y por ello "por primera vez en la historia universal, la reproductibilid­ad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitar­ia en un ritual".
Ese desplazamiento de las formas de percepción estética, que va de la percepción aurática a la percepción "no aurática" o desacralizada, tiene para Benjamin, como lo indica la cita, un sentido profundamente emancipador, dado que permite transformar la función íntegra del arte. Este deja de "fundamen­tarse en un ritual", para pasar a fundamentarse en "una praxis distinta, a saber, en la política".
Pero si la política es lo que posibilita una nueva fundamenta­ción de la función del arte en la sociedad moderna, ello es inescindible (como lo señalaba en "El autor como productor") de los avances de la técnica. En "La obra de arte en la época..." Benjamin vuelve a sus planteos acerca de los cambios que la prensa impuso sobre la literatura y los roles de autor y lector, pero centra fundamentalmente su análisis en el fenómeno del cine. Porque el cine representa, para la perspectiva de Benjamin, un ensanchamiento de las posibilidades perceptivas de los hombres, al ampliar, por medio de sus recursos técnicos, nuestra percepción de la realidad. En tal sentido, el cine posibilita el acceso a lo que Benjamin denomina "el inconciente óptico" (por analogía con el inconciente pulsional freudiano), que consiste en aspectos no visibles o reconocibles, por medio de la simple visión ocular, del mundo o la realidad.
Pero además, la naturaleza técnica del cine impone, según Benjamin, nuevas formas de percepción. La movilidad cambiante de las imágenes no permiten la contemplación, porque "el curso de las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el cambio de éstas". Por ello, el cine produce un "efecto de shock" en su percepción, que se corresponde con las formas perceptivas más generales de la sociedad contemporá­nea. Si la sociedad moderna se caracteriza por promover el efecto de shock en las relaciones sociales, y si el arte moderno es aquél capaz de dar cuenta de ese tipo de relaciones, el cine emerge, en la perspectiva de Benjamin, como el medio privilegiado para promover esa masiva y desacralizada manera de percibir el mundo a través de lo estético.
De ese modo, una serie de temas expuestos en "El autor como productor" son retomados en "La obra de arte en la época...". Se trata fundamentalmente de la incidencia de la técnica en el desenvolvimiento histórico del arte, de las nuevas formas de percepción que ello promueve, del pasaje de una modalidad ritual a una modalidad política de su práctica, y del papel que las masas juegan o pueden jugar en ese proceso. El arte moderno -y el cine lo es, como ciertas formas de la fotografía o el periodismo- es aquél que puede manifestar esas características de la sociedad moderna en sus obras singulares, por medio de una serie de vínculos dialéctic­os que "inscriben" lo social en el seno mismo de su realizaciones.
Salvando las distancias (lo cual no quiere decir negarlas de manera absoluta o irreductible), todo ello vale para el análisis de Baudelaire. Porque se trata de uno de los primeros escritores modernos que, participando de las formas surgientes del capitalism­o, logra plasmar en su obra la repre­sentación estética de esos rasgos que caracterizan su peculiar conformación histórica y social. Sobre ello volveremos cuando comentemos los ensayos sobre Baudelaire.




LA PERSPECTIVA DEL MATERIALISMO HISTORICO



En los primeros parágrafos de "Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs", [13] Benjamin expone sus puntos de vista acerca de lo que constituye la verda­de­ra perspectiva del materialismo histórico. Polemizando con el historicismo, que tiende a separar el pasado del presente, el objeto del sujeto, lo vivo de lo muerto, Benjamin afirma que el investigador dialéctico de la historia es aquel que se somete a "la exigencia para que renuncie a la actitud tranquila, contemplativa frente al objeto, para hacerse conciente de la constelación crítica en la que dicho fragmento del pasado se encuentra precisamente con el presente".
Ello significa que si "toda representación dialéctica de la historia tiene como precio la renuncia a esa contemplación tan característica del historicismo", para el investigador histórico se tratará de situarse frente a los hechos del pasado no como un mero observador pasivo, según los cánones de la historia positivista, sino como un sujeto activo que interviene en el proceso mismo de configuración histórica de los hechos analizados. Porque la historia es para el historiador dialéctico "objeto de una construc­ción", cuyo lugar está constituido "no por el tiempo vacío" característico del historicis­mo, sino por "una determinada época, una vida determinada, una determinada obra".
Lo que el historiador dialéctico hace con ellos es provocar "un salto" fuera de "la continuidad histórica cosificada", pero sin perder de vista que en la obra "queda conservada y absorbida la obra de una vida", y en ésta "la época", así como en la época "el decurso histórico".
Por ello, para Benjamin el historiador materialista interviene activa­mente en el proceso de configuración de los hechos histórico­s, pero esa intervención no supone ningún tipo de idealismo. De lo que se trata, por el contrario, es de la intervención dialéctica entre sujeto y objeto, entre pasado y presente, que va trazando las formas de los hechos analizados. Por ello, para el investigador dialéctico nunca "ha concluido la obra del pasado", porque ninguna época pasada "le caerá en el regazo, ni entera ni parcialmente, como una cosa o como algo manejable". Todo lo contrario: el pasado es, para Benjamin, como un "hacer que sigue viviendo", "cuyas pulsaciones son percepti­bles hasta en el presente".
Por si no fuese lo suficientemente explícito lo dicho acerca de la relación entre pasado y presente, entre objeto y sujeto de la investigación, en las "Tesis de Filosofía de la Historia"[14] Benjamin afirmará que "articu­lar históricamente lo pasado no significa conocerlo `tal y como verdaderamente ha sido'. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro" (el subrayado es mío).
Si ello remite por una parte, como un indicio temporal, a las circuns­tancias históricas en que Benjamin escribía las "Tesis..." (se trata del momento de la invasión nazi a Francia, y del apogeo del nazismo en Europa), por otra parte remite al valor político de la intervención histórica, que no se agota en el mero conocimiento de los hechos analizados, dado que supone además su recuperación (o redención) por medio de una perspectiva no sólo materialista sino también mesiánica. Ello es congruente con lo que afirmaba al comienzo del texto, donde ilustraba por medio de una parábola la necesidad de complementación entre el materialismo histórico y la teología.
Esa actitud redentorista y mesiánica se opone lógicamente a ciertas tendencias políticas e ideológicas, como las socialdemócra­tas, que habían llevado a la capitulación de determinados partidos obreros frente al avance del enemigo de la causa revolucionaria y socialista. Pero la crítica de Benjamin no se agota en las cuestiones ideológicas y políticas generales, puesto que sitúa la polémica en torno a elementos puntuales, como lo era la concepción de progreso que sustenta la teoría socialdemócrata y su praxis. Porque dicha concepción es plenamente solidaria, según Benjamin, de la idea de un tiempo histórico "homogéneo y vacío".
Pero la historia, como se había dicho en "Historia y coleccio­nismo...", es "objeto de una construcción", cuyo lugar "no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, tiempo-ahora". Según ese punto de vista, para el cual la historia no es un "continuum" temporal homogéneo y vacío, sino una serie discontinua de concretizaciones temporales que el propio investigador va promoviendo, la intervención del historiador dialéctico consiste en "hacer saltar" del continuum de la historia la época o el momento analizado. Más aún: ese "hacer saltar", que supone "extraer" o aislar un fragmento del tiempo histórico, implica asimismo una suerte de "detención" de la temporalidad histórica. Ese fragmento será, de ese modo, altamente signifi­cativo para el presente del investigador, ya que forma una suerte de "conste­lación" que vincula dialécticamente el pasado a redimir con el presente mesiánico. Por ello Benjamin afirma que "en esta estructura (el materialista histórico) reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer", "de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido".
Semejantes puntos de vista, según Eugene Lunn más próximos a los de pensadores como Blanqui y Nietzche que a los del propio Marx,[15] ilustran cabalmente el "compromiso" dialéctico, por así llamarlo, que Benjamin estable­cía con el pasado que, en tanto investigador materialista, analizaba en sus trabajos. Lejos de la "objetividad" positivista tanto como de la "neutralidad" historici­sta, Benjamin se involucraba en el análisis de "la obra, la vida y la época" a las que constituía en objeto de su investigación histórica. Para ello operaba más como ensayista -y en el límite, como poeta- que como "cientista", ya que la fragmentación del continuum histórico que posibilitaba la configura­ción de "constela­ciones" de elementos dispersos estaba más cerca de los procedimien­tos poéticos ( de las "iluminaciones profanas") que de los procedi­mientos científicos. Leídos de esta manera, sus ensayos sobre Baudelaire se valorizan más allá de la crítica a su "empirismo", tal como lo sancionase Theodor Adorno en su "polémica" con Benjamin.[16]




LA CIUDAD DEL POETA



En 1935 Benjamin escribió su ensayo "París, capital del siglo XIX",[17] que consistía en una especie de "exposición" de su proyecto mayor de escribir un libro sobre el París decimonónico (el "Libro de los Pasajes" o "Passagenar­beit"). Dicha exposición estaba destinada a conseguir financiamiento, por medio del Instituto para la Investigación Social, para la ejecución de ese proyecto.[18]
El ensayo de Benjamin estaba compuesto como una sucesión de seis breves capítulos, cada uno de los cuales situaba, alrededor del nombre de alguna personalidad destacada y significativa de esa época, distintos aspectos que hacían al análisis de diversas manifestaciones sociales, artísticas y cultura­les que caracterizab­an a la vida parisina de entonces.
Ello suponía, por una parte, cierto procedimiento de fragment­ación y corte en el "continuum" de los elementos analizados. Ese procedimiento se hace patente en los mismos títulos de los capítulos, dado que cada uno de ellos anticipa el aspecto que allí se estudiará. Así, en "Fourier o los pasajes" se analiza el impacto de las innovaciones técnicas en la arquitectura de la época, y el modo cómo las nuevas configuraciones urbanas promueven utopías, como el falansterio de Fourier, que se nutre de esa arquitectura novedosa.
En "Daguerre o los panoramas" por su parte se analiza la incidencia de la técnica en las nuevas formas estéticas, ya que los panoramas "anuncian una revolución en la relación del arte para con la técnica". Esas nuevas formas suponen además nuevas formas de representación y de percepción de la sociedad, como ocurre con el caso de la naciente fotografía.
"Grandville o las exposiciones universales", a su vez, es el capítulo en el que se trata de las formas de exhibición social de las mercancías, tal como se practicara en las "exposiciones universales" características del siglo XIX. Ese capítulo es fundamental para la formulación de las nociones de "fetichiza­ción" de la mercancía y de producción de "la fantasmagoría" propia de la cultura capitalista y burguesa, nociones que constituyen un par de remisión recíproca y que iluminan la lectura del conjunto del texto.
"Luis Felipe o el interior", por su parte, consiste en el análisis de las formas de vida privada de la clase burguesa. En él se trata de la "adora­ción" o el culto que la burguesía practica respecto de sus bienes materiales, entendiendo como tal incluso a las obras de arte.
"Baudelaire o las calles de París", a su vez, es el capítulo dedicado al análisis del poeta. En él se señala que con Baudelaire "París se hace por primera vez tema de poesía lírica". Y si ello significa la inauguración de un estadio moderno en la lírica francesa del siglo pasado, la temática inaugurada por Baudelaire resulta indisociable respecto de una forma asimismo novedosa de percibir la ciudad, como es la mirada o la visión del "flâneur".
El "flâneur" es un personaje, o mejor dicho, una categoría fundamental en el pensamiento de Benjamin en relación con el objeto de su análisis, dado que representa a un tipo social característico de las nuevas relaciones económicas y mercantiles que sostienen a la práctica literaria en el París del siglo XIX. En tal sentido, puede decirse que Baudelaire participa de la visión del "flâneur", pero también que desborda los límites de la "fantasmagoría" dentro de la cual esa pléyade de escritores y periodistas de boulevard se mueven. Baudelaire capta los rasgos modernos de la vida de París, y por ello se detiene en los personajes marginales o asociales que París segrega. Pero su percepción de lo moderno es inseparable de su percepción de lo pasado, ya que en los rostros y en las formas actuales de la ciudad se reconocen las huellas o las trazas de la "protohistoria". Así, diríase que en Baudelaire encuentra Benjamin uno de los modelos de sus procedimientos de investigación históri­ca, ya que el poeta traza, por medio de sus "alegorías", innumerab­les "correspon­dencias" y correlaciones entre la dimensión del pasado y del presente.
En "Haussmann o las barricadas", por último, se analiza la transforma­ción urbana de París promovida por Haussmann, cuya verdadera finalidad era "asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería "imposibilitar en cualquier futuro el levantamiento de barricadas en París". Así, la modernización urbanística de la ciudad promovida entonces resulta indisociable, en su comprensión, de las manifestaciones que adopta la lucha de clases en ese escenario a lo largo del siglo pasado.
Si el trabajo con los materiales históricos en los que Benjamin basaba su investigación suponía ese procedimiento de fragmentación y corte del conjunto histórico-social analizado, por otra parte ello no significaba una mera yuxtaposición de unidades inconexas. En el ensayo aparece un eje que articula nítidamente sus seis secciones, y ese eje consiste en "mostrar cómo las formas de organización y de expresión (sociales y culturales) del siglo XIX están deformadas en todas sus manifestaciones por la constitución funda­mental de la sociedad capitalista", tal como lo afirma Bernard Witte.[19]
En consecuencia, ciertas nociones como la de "fetichización" de la mercancía cobran un valor estratégico, puesto que pasan a funcionar como verdaderos "ordenadores" del discurso de Benjamin. Porque para Benjamin, evidentemente, se trataba de demostrar la alienación de las relaciones sociales en ese estadio del capitalis­mo surgiente, que conducía a la adoración fetichista de los objetos desde el lugar de una conciencia enajenada. O para decirlo con sus propios términos, desde el lugar de una "fantasmagoría" por medio de la cual los hombres de la época pretendían comprender la sociedad en que vivían.
De ese modo, el estudio (o el proyecto esbozado) de las formas sociales del París del siglo XIX cobra una consistencia teórica evidente, independien­temente del moco escriturario o textual con el que se lo enuncia. Diríase que, en realidad, "París capital del siglo XIX" retoma pero además profundiza un conjunto de cuestiones formuladas en sus textos anteriores. Porque nuevamente la consider­ación de la técnica y su incidencia en las diversas manifestaciones sociales y culturales juega un rol central, como también el de las nuevas formas perceptivas que ello supone. Del mismo modo el análisis del papel de las masas resulta esencial, tanto desde el punto de vista de lo político como de lo estético (puntos de vista que solamente pueden comprenderse en su relación dialéctica). Junto con ello, la perspectiva del materialismo históri­co, es decir, de la comprensión dialéctica de la historia tal y como la analizamos más arriba, resulta otro aspecto esencial en el ensayo de Benjamin, ya que "París capital del siglo XIX" podría considerarse prácticam­ente como una brillante ilustración de los principios teóricos y filosóficos anterior­mente comentados.




EL ANALISIS MATERIALISTA DE BAUDELAIRE



La "exposición" del proyecto de escribir un libro sobre el París del siglo XIX, esbozada en "París, capital...", se basaba en un emprendimiento que Benjamin comenzara hacia 1927 y que continua­ría hasta su muerte, consistente en el análisis histórico-filosófi­co de las formas surgientes del capitalismo a principios del siglo pasado, fundamentalmente en Francia. Se sabe que en función de ello, Benjamin dedicó buena parte de esos años a la búsqueda de material en la Biblioteca de París, y que el material recopilado, acompañado de pequeñas notas u observaciones, fue clasificado en legajos cada uno de los cuales llevaba un título y una letra que los identificaba.[20]
Por otra parte, en la correspondencia de Benjamin pertenecien­te a ese período se habla siempre del proyecto en cuestión como del "Libro de los Pasajes", lo cual revela el propósito y la intención de llevar a cabo el proyecto anunciado. No obstante ello, y como es sabido, ese libro nunca llegó a publicarse.
Sin embargo, los ensayos sobre Baudelaire representan, por lo menos oblicuamente, cierta realización del proyecto en cuestión. Hacia 1937 el Instituto para la Investigación Social, y más específicamente Horkheimer, instó a Benjamin a trabajar sobre ese asunto, y Benjamin se dedicó a elaborar una parte del "Libro de los Pasajes", que en el proyecto inicial figuraba con el título de "Baudelaire o las calles de París". Pero ese trabajo fue convir­tiéndose en un nuevo libro, que plantearía un "modelo en miniatura" del "Libro de los Pasajes".[21]
Ese nuevo libro habría de denominarse "Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo", y debía constar de tres partes, de las cuales "El París del Segundo Imperio en Baudelaire" era solamente la segunda. Esa segunda y única parte es la que Benjamin enviara en 1938 al Instituto para la Investi­gación Social, con el fin de ser publicada. De ese modo, parcial y oblicuo, el ensayo sobre Baudelaire representa algún nivel de realización del proyecto esbozado sobre la ciudad "de los pasajes".
"El París del Segundo Imperio en Baudelaire", a su vez, consta de tres partes. La primera se denomina "La Bohemia", y consiste en un análisis de los diversos tipos sociales que configuraban ese sector marginal de la sociedad francesa decimonónica. Uno de esos tipos es el de conspirador profesional, ya analizado por Marx, con el que Benjamin asocia a Baudelaire, por lo menos en el plano de las actitudes hostiles respecto del orden social instituido. Según Benjamin, Baudelaire participaba de esa especie de espíritu anarquista, que llevaba a exaltar el "putch" como el medio privilegiado de asaltar el poder, aún en circunstancias políticas desfavorables. Sin embargo, señala Benjamin, la actitud revolucion­aria de Baudelaire no deja de ser ambigua, ya que también adopta actitudes contrapuestas a las posiciones revolucionarias. Así, la ambigüedad respecto de las tendencias políticas y sociales características de su época aparece como un rasgo distintivo de la personalidad de Baudelaire, rasgo que también se proyectará en la producción de su obra.
En esta primera parte del ensayo, el "método" de Benjamin parece consistir en establecer una serie de analogías entre Baudelaire y un conjunto de tipos sociales característicos de su época, a los que incluso llega a inscribir en su propia poesía. Tal es el caso de los "traperos", magistralmen­te retratados en el poema "El vino de los traperos", perteneciente a "Las flores del mal".[22] Los "traperos", verdaderos desechos de la sociedad capi­ta­lista, eran individuos que se dedicaban a recoger los desperdici­os de la ciudad, y que, según la interpretación que realiza Benjamin del poema, encontraban en el vino "sueños de futura venganza y señorío futuro". Con ellos el poeta se identificaba (en uno de sus versos compara al trapero con el poeta mismo), para establecer, de acuerdo con esa interpretación, una suerte de comunidad con esos desheredados que compartían las mismas formas de segrega­ción social.
Otro tipo con el que, según Benjamin, se vincula Baudelaire, es el de los escritores de boulevard, que constituían algo así como "la fuerza de trabajo" de la naciente industria editorial. Esos escritores producían folletines para los periódicos y obras de difusión masiva como los "panoramas" y "fisiologías", y representa­ban las primeras generaciones de literatos que iban a producir para un mercado. Gracias al papel que desempeñaban los periódicos en ese proceso, los escritores de boulevard realizaban la experien­cia novedosa y revolucionaria de escribir "a tanto la página", sometiéndose a las leyes de la producción capitalista en el desarrollo de su trabajo y perdiendo, al mismo tiempo, todo tipo de contacto personal con el público lector, que se constituía así en un conjunto anónimo de consumidores.
El vínculo de Baudelaire con los escritores de boulevard estaba dado por su pertenencia al ámbito común de la bohemia, al modo de vida que llevaban y a ciertas características de "flâneur" que compartían. Pero Baudelaire no era un escritor de folletines ni de obras para entretenimiento del público, ya que se trataba de un lírico con todo lo que el término comportaba aún en esa época. Sin embargo, y como lo señala Benjamin, tenía una clara conciencia de las condiciones económicas en las que desarrollaba su trabajo el escritor, aún cuando nunca pudiera sacar provecho de ellas. Baudelaire sabía que se escribía para un mercado, y por eso también comparaba al poeta con las prostitutas, que se venden a sus clientes.
De ese modo, en "La Bohemia" Benjamin va trazando una especie de "tipología" social dentro de la cual se puede situar a Baudelai­re, con la salvedad de señalar las diferencias que guarda con cada uno de esos tipos. Diríase que hay una especie de denominador común, que permite agrupar a un conjunto de segregados y marginados sociales, en su condición de sometidos y explotados por el régimen de dominación capitalista. Desde ese punto de vista, Baudelaire es uno de esos segregados, que percibe críticamente las manifesta­ciones de ese sistema social. Y esa percepción no puede dejar de reconocer, dentro de las limitaciones de clase de un individuo como Baudelaire, las fuerzas y las tendencias que determinan esa clase de relaciones sociales. Por ello, "La Bohemia" constituye el intento no sólo de analizar las condiciones objetivas y materiales en las que Baudelaire habría de desarrollar su obra, sino también de anticipar el modo en que esas condiciones, para Benjamin, se inscriben dialécticamente en la textura misma de dicha obra.
La segunda parte del ensayo se denomina "El flâneur". Por ello, si la primera consistía en el trazado de esa suerte de "tipología" con la cual se podía asociar a Baudelaire, en esta segunda parte el texto de Benjamin se detiene específicamente en uno de esos tipos, a saber, el "flâneur".
El "flâneur" es esa suerte de paseante que, de manera errátil, se desplaza por las calles de la ciudad mirando o viendo el paisaje que ésta le ofrece. De ese mirar y ese callejear, en muchos casos, el "flâneur" hará además un medio de trabajo, pues los escritores de boulevard que participaban de esa actividad utilizarán sus andanzas para acopiar materiales con los que componer su literatu­ra.
Y si ése es el quehacer que caracteriza al "flâneur", el escenario por el que se mueve es el de los pasajes, que ofrecían el ámbito propicio para sus desplazamientos. Esos pasajes eran fruto de los avances tecnológicos propios de la época, como el uso del metal y del vidrio en la arquitectura de enton­ces, y constituían algo así como "la casa" del "flâneur", ya que en ellos vivía y trabajaba. Pero esas callejuelas acogedoramente cubiertas no eran solamente un espacio idílico donde pudieran corretear los paseante­s. Si ésa era la representación que de la ciudad trazaban en muchos casos los autores de panoramas y fisiologías, ello no era otra cosa, según Benjamin, que la "fantasmagoría" de la vida parisina que urdían esos escritores.
Por esa época, otro componente venía a sumarse al cuadro social analiza­do, y ese componente era el de las multitudes o masas características de ese estadio del capitalismo. En el París de Baudelaire, al igual que en el Londres de Poe, las masas ocupaban un lugar central, puesto que invadían los espacios públicos y generaban un conjunto de actitudes y sentimientos temerosos en la sociedad de la época.
Según Benjamin, la masa "aparece como el asilo que protege al asocial de sus perseguidores". Lo cual supone que, para la representación imaginaria que esa sociedad se hacía de sí misma, debían existir individuos que atentaban contra ella (delincuentes) e individuos que, para defenderla, los perseguían (policías o detectives). Esa clase de representación (de "fantasmagoría" en términos de Benjamin) es lo que está en la base de los relatos "policiales", y de allí el éxito que tuvieron en el París de Baudelaire. Y el propio Baudelai­re no fue ajeno a su éxito, ya que tradujo a Poe al francés. Al respecto, Benjamin señala que la literatura de Poe imprime realmente sus formas y sus característic­as estructurales a la poesía de Baudelaire, ya que en ella pueden reconocerse casi todos los elementos constituyentes de los relatos policiales (la víctima, el asesino, la masa).
Las consideraciones acerca de la importancia de las masas en la configu­ración de la "fantasmagoría" característica del capitali­smo en el siglo XIX lo lleva a Benjamin a analizar otros autores, como Poe, que supieron representar­la en su literatura. Así, el análisis de algunos textos de Poe permite reconstruir la visión de las masas en el escenario de Londres, con el altísimo grado de enajenación que suponen sus movimientos, totalmente automatizados y mecánicos. Se trata, sin más, de la percepción del "shock", de la que también participará Baudelaire.
Pero el París de Baudelaire "no había llegado aún a ese estado", y en consecuencia era todavía más propicio para los desplazamientos del "flâneur". Ese vagabundeo, del que también participara Baudelaire, producía en el poeta tanto una atracción como una sensación de aislamiento en relación con las masas, ya que ese "flâneur" participaba de las multitudes en la medida en que se aislaba dentro de ellas.
Esa curiosa relación de atracción y aislamiento es explicada por Benjamin mediante una serie de analogías, que son sumamente ilustrativas respecto de sus procedimientos compositivos y su "metodología" de trabajo intelectual.
En efecto, por una parte Benjamin compara al "flâneur" con la mercancía, ya que, como ella, es un "abandonado en la multitud". Por otra parte, ese abandonarse en la multitud supone efectos narcotizantes, puesto que esa particularidad "le penetra venturosa­mente como un estupefaciente que le compensa muchas humillaciones".
Así, diríase que el "flâneur" -y más específicamente Baudelai­re, en este caso- comparte con la mercancía su "estar enajenado" en un mercado multitudi­nario y anónimo, sobre la base de los efectos "embriagadores" que, como las drogas, produce tanto como padece. Pero además, esa enajenación que lo es tanto a nivel económico como a nivel orgánico o fisiológico, supone otra forma de manifestación, ahora por comparación con las prostitutas, dado que el "flâneur" es además alguien que se vende por dinero. Los poetas y los prosti­tuídos, afirma Benjamin, "han probado los misterios del mercado abierto", y en éso "la mercancía no les lleva delantera".
Si Benjamin puede establecer esa secuencia que, en cierto modo, homologa al poeta con la mercancía y con las prostitutas, es porque lo que está en la base de su análisis es la idea misma de enajenación de las relaciones socia­les, que necesariamente el capitalismo produce. Se trata así de una suerte de "deformación" inevitable de los vínculos humanos, puesto que, estructuralmen­te, la sociedad capitalista promueve esa clase de vínculos.
De esa manera, el ensayo de Benjamin ha situado las caracterí­sticas de la sociedad en la que Baudelaire vivió y escribió su obra. O para decirlo en sus propios términos, ha trazado los rasgos de la "época" y de la "vida" en las que una "obra" cobra significa­ción. Por ello, el tercer capítulo del ensayo, denominado "Lo moderno", consistirá en el análisis pormenorizado de la obra de Baudelaire, con el fin de iluminar las formas en que esa época y esa vida penetran dialécticamente en su poesía, para dotarla de las significacio­nes que la crítica tradicional ha ignorado en virtud de sus propias limitacio­nes ideológicas.
En tal sentido, "Lo moderno" es un análisis singular y puntual de las formas que adopta la representación del mundo social en la poesía de Baudelai­re. Significativamente, una de las figuras que inscriben esas formas es la figura del héroe, pero entendida en un contexto de actualidad.
Al respecto, Benjamin afirma que "Baudelaire ha conformado su imagen del artista según una imagen del héroe". Y más adelante, que "el héroe es el verdadero sujeto de la modernidad". Entre ambas frases media un análisis de la forma cómo Baudelaire se autorrepre­senta en alguno de sus poemas, y cómo representaba a los desposeíd­os como figuras asimismo heroicas. Por ello Benjamin también puede afirmar que "Baudelaire en cambio reconoce en el proletariado al gladiador esclavo", puesto que "lo que el trabajador a sueldo lleva a cabo en su labor diaria no es menos que lo que en la antigüedad ayudaba al gladiador para obtener fama y aplauso".
La tesis que sostiene este tipo de análisis es la tesis de que "para vivir lo moderno se precisa una constitución heroica". Por ello lo heroico deja de ser un asunto puramente épico o trágico, que remita al pasado, para transformarse en un rasgo que identifica a ciertos individuos en las socieda­des actuales. Y esos individuos, nuevamente, son los asociales o marginales de los que se habló en la primera parte del ensayo.
Por ello, "Lo moderno" es el análisis de una nueva secuencia de tipos o figuras que comparte su situación social con el poeta: el apache, los trape­ros, las lesbianas, el dandy. Todos ellos están magistralmente representados en la poesía de Baudelaire, para significar los caracteres de la época en una obra que resulta precursora a nivel de su percepción y su representación estética.
Pero lo "moderno" no es meramente el análisis de las formas o de las figuras que lo expresan, sino también la conciencia de una diferencia históri­ca que, por medio de analogías o similitudes, no deja de evocar a las formas arcaicas de lo antiguo. Por ello lo alegórico es un rasgo fundamental para la perspectiva de Benjamin, puesto que permite interpretar las conexiones que establecen las "correspondencias" y "constelaciones" de sentido en el universo de los temas y situaciones abordados por el poeta.
Desde ese punto de vista, lo alegórico es tanto lo que permite reconocer las huellas del pasado en el presente, como lo que permite reconocer la inscripción de la materialidad de las condiciones sociales en los tipos representados por el poeta. Por ello lo alegórico, como afirma Bernard Witte, es uno de los registros fundamentales para el "análisis materialista" de Baudelaire, ya que la alegoría "imita las particularidades de la mercancía, su fetichismo, determinado por la alienación de las cosas fuera de sus relaciones funcionales y `reifica' ese mismo fetichismo".[23]
De ese modo, en el análisis de Benjamin la sensibilidad de Baudelaire aparece como una sensibilidad aguda para percibir, en su forma de shock, la singular modalidad que adoptan las relaciones sociales en el capitalismo surgiente. Esa sensibilidad especial, por otra parte, era lo que llevaba a Baudelaire a "no complacerse, como Gautier, en su época", ni tampoco a "engañarse, como Leconte de Lisle, respecto de ella". No estaba a su alcance "el idealismo humanitario de un Lamartine o un Victor Hugo", ni le fue dado "escaparse por la devoción como a Verlaine".
Ni complaciente ni engañado, ni idealista ni devoto, Baudelai­re "no tenía convicción alguna", según Benjamin, y por ello "adoptaba apariencias siempre nuevas".
Esas apariencias eran las de los personajes por él retratados" el "flâneur", el apache, el dandy, el trapero. Porque en verdad, para Benjamin el héroe moderno es el poeta, es decir, no el héroe aparente "sino el que representa héroes".
Así, la verdadera "heroicidad" consiste en la representación estética de lo moderno, en un proceso que supone tanto exhibir las formas heroicas de la modernidad como guardar, en el incógnito, el rostro verdadero del poeta. Por ello Benjamin puede afirmar que "el incógnito es la ley de su poesía".
Y para demostrar esta proposición, Benjamin vuelve a utilizar una serie deslumbrante de similitudes alegóricas. De ese modo compara la estructura del verso en Baudelaire con "el plano de una gran ciudad, en la que nos movemos sin ser notados, cubiertos por bloques de casas, por pasos a través de las puertas o patios". En ese plano "se les designa a las palabras su sitio exacto, como a conjurados antes de que estalle una revuelta".
Por medio de esa similitud, el lenguaje de Baudelaire se equipara con el territorio de la gran ciudad, y sus palabras se equiparan con los conjurados y conspiradores. Ello es lo que permite, además, incorporar términos urbanos y modernos al vocabulario de la poesía lírica, que reciben su función alegórica según el caso y las circunstancias específicas que supone cada poema.
En el esplendor de su interpretación materialista, Benjamin establece de ese modo una correspondencia absoluta entre el lenguaje de Baudelaire y las formas conspirativas y revolucionarias de la sociedad de su época. Correspon­dencia que literalmente fusiona las formas de una obra con las formas sociales del proceso histórico que las alberga. Desde ese punto de vista, diríase que la poesía de Baudelaire no sólo está atravesada por las característic­as de las sociedad de su época, sino que incluso reproduce, en su propia materialidad, las formas de esa sociedad, para reforzar aún más, si ello es posible, la representación que de esa sociedad había realizado a nivel de sus contenidos y sus temas.
Por consiguiente, y para sorpresa de muchos, la imagen que terminaba cerrando el texto del ensayo era la imagen de una Baudelaire conspirador y revolucionario, absolutamente hostil respecto del orden social del capitalis­mo, aún cuando "careciera de convicciones" y no participara de ningún proyecto político de transformaciones a nivel de ese orden social. Se trata, más bien, de un Baudelaire "anarquista", que como Blanqui se levanta contra las formas de dominación propias de su época.
De ese modo, sobre el escenario del gobierno de Napoleón III la figura de Baudelaire se yergue como la de un poeta capaz de señalar la inminencia de la catástrofe, exactamente como un símil de la figura del propio Benjamin en la Europa de las años 30. Hasta tal punto el objeto del análisis materialista terminaba fusionándo­se con el sujeto del análisis, que esa fusión demostraba cómo "articular históricamente lo pasado" significaba "adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro".




VARIACIONES SOBRE UN MISMO TEMA



Cuando el Instituto para la Investigación Social recibió el texto de Benjamin sobre Baudelaire decidió rechazarlo, según una serie de razones expuestas por Theodor Adorno en una carta que enviara a Benjamin. En tal sentido, la crítica de Adorno apuntaba contra el "empirismo" del trabajo, que relacionaba elementos "superestructurales" de modo inmediato y causal con rasgos correspondientes a la "infraestructura" económica. Según Adorno, el trabajo de Benjamin carecía de las articulaciones teóricas necesarias que permitieran establecer "las mediaciones" que vinculan los hechos analizados con "el proceso social total".[24]
Frente a esa crítica de evidente raigambre hegeliana, y acosado por la necesidad de conservar su cargo de investigador en el Instituto, Benjamin decide rehacer el texto sobre Baudelaire, y redacta en 1939 su ensayo "Sobre algunos temas en Baudelaire".[25]
Este segundo ensayo retoma la mayoría de las cuestiones planteadas en "El París del Segundo Imperio...", pero las ordena de manera diferente, intentando hacer más evidente la preocupación por las cuestiones teóricas y filosóficas que, según Adorno, Benjamin había descuidado en su trabajo anterior. Su texto está dividido en doce parágrafos, que aparecen simplemente numerados y sin titular.
Al comenzar el ensayo, Benjamin señala que en la época de Baudelaire "se volvieron desfavorables las condiciones de la recepción de la literatura lírica". Ello era así porque la poesía lírica "sólo en excepciones" conserva "el contacto con la experien­cia de los lectores". Esa experiencia, ya en esa época, era la experiencia del "shock", característica del capitalismo, que determina tanto las formas de la relación de los individuos entre sí como las formas de la relación de los individuos con los medios sociales de producción.
Apelando a Freud, y específicamente a su texto "Más allá del principio de placer", Benjamin busca una explicación teórica para la experiencia del "shock", entendida como la superación, por parte de las fuerzas exteriores al sujeto, de las defensas característic­as del aparato psíquico. Pero la recep­ción del "shock" puede ser aliviada, dice Benjamin siguiendo a Freud, "por un entrenamiento en el dominio de los estímulos, al cual, en caso de urgencia, pueden contribuir tanto el recuerdo como el sueño". La falta de ese entrena­miento, o mejor aún, de esas defensas, es lo que posibilita la terrorífica experiencia del "shock".
Situada así una cierta perspectiva teórica para explicar el fenómeno del "shock", Benjamin señala que ha sido Baudelaire el artista que "ha colocado la experiencia del shock en el corazón mismo de su trabajo". Esa experiencia es determinante para comprender tanto la obra como la vida de Baudelaire, ya que "hizo asunto propio parar con su persona espiritual y física los shocks, cualquiera que fuese su procedencia".
Pero además, se trata de precisar las formas que adopta esa experiencia en Baudelaire, y en tal sentido Benjamin afirma que es "el contacto con las masas" lo que provoca la sensación de "shock" en el poeta. Las masas, que no son otra cosa más que "la amorfa multitud de los transeúntes", del "público en la calle", tienen la particularidad de "no haber posado como modelo para ninguna de las obras" del poeta. Son, más bien, "una figura secretamente estampada en su creatividad", que solamente, y de manera excepcional, se muestran como tales en alguno de sus textos. Pero a pesar de ello, o más precisamente, a consecuencia de ello, la presencia de las masas desempeña un papel fundamental cuando se pretende lograr una correcta interpretación de la poesía de Baudelaire.
Esas multitudes despertaban "terror y miedo" en los primeros autores que las miraron de frente. Se trata, según Benjamin, de una de las formas posibles de la experiencia del "shock" que caracteri­za a las sociedades modernas. Pero no se trataba de la única forma que dicha experiencia puede cobrar, dado que en la vida moderna hay innumerables experiencias que adoptan esa forma.Ellas son, por ejemplo, diversas manipulaciones, de carácter abrupto, que tienden a sustituir una serie compleja de operaciones que persiguen el mismo fin: desde el encendido de un fósforo o el movimiento que levanta el receptor del teléfono, hasta el disparo del fotógrafo en el instante de registrar la fotografía. De la misma manera, participar del tránsito urbano tiene las mismas características de "shock", y por ello Baudelaire, señala Benjamin, "habla del hombre que se sumerge en la multitud como en una reserva de energía eléctrica".
Esa diversidad de experiencias abarcan, además, al conjunto de las relaciones sociales en el capitalismo, y por ello Benjamin puede equipararlas con las actividades de los obreros, que sometidos al régimen de producción en serie dentro de las fábricas, realizan sus movimientos como si se tratase de verdaderos autómata­s. De igual modo, otras experiencias en apariencia disími­les en relación con estas, como es la del juego, aparecen vinculadas por la misma modalidad de automatismo y efecto de "shock".
Todas esas formas de la experiencia moderna del "shock" han sido registradas por Baudelaire, pero ello no supone, en la perspectiva de Benja­min, una mera transcripción de tipo "naturalis­ta" de la sociedad en la que le tocó vivir. Por el contrario, y más allá de toda estética de tipo "naturalis­ta", las correspondencias características del simbolismo baudelaireano suponen "un concepto de experiencia que incluye elementos cultuales". Esos elementos son los que el poeta desplegaba frente "al descalabro del que, como moderno, fue testigo", como si se tratase de "una experiencia que busca establecerse al abrigo de toda crisis".
Las correspondencias posibilitan la recuperación de un pasado que "en ellas murmura", y cuya reminiscencia, a la manera de Proust, posibilita no sólo la recuperación sino también la detención del flujo temporal en el que, en la modernidad, las cosas parecen desaparecer.
Según Benjamin, lo distintivo de las imágenes que emergen en esa "memoria involuntaria" hay que verlo en el hecho de que "tienen aura". Esa aura es, además, el conjunto de "las representaciones que, asentadas en la memoria involuntaria, pugnan por agruparse en torno a un objeto sensible".
Pero en la época de la reproductibilidad técnica, esos mecanismos de reproducción, como es el caso de la fotografía, promueven el fenómeno de "la decadencia del aura". Porque la fotografía no permite la experiencia de la percepción aurática, consistente en "la transposición de una forma de reac­ción, normal en la sociedad humana, frente a la relación de lo inanimado o de la naturaleza para con el hombre". Esa transposición es la de la forma de intersubjetividad que supone toda mirada, dado que "quien es mirado o cree que es mirado levanta la vista". Así, en la argument­ación de Benjamin, la percep­ción aurática es la forma cultual y por ende religiosa de vincularse con las manifestaciones estéticas.
Al respecto, Benjamin afirma que "Baudelaire supo mucho de todo esto". Por ello en su obra "se inscribió la decadencia del aura", inscripción que se realiza a través de la figura de unos ojos "que han perdido la facultad de mirar".
De ese modo, Baudelaire se muestra como el poeta que, en el contexto de su época, sabe captar la esencia de lo moderno. Su contacto con las masas es una experiencia decisiva, que marca y determina su propia vida y su propia obra. Para Benjamin, esa experiencia del "shock" es además lo que posibilita la conciencia de la "trituración" del aura, que en Baudelaire aparece nítida­mente.
Si tuviéramos que resumir los temas y los tópicos desarrollad­os por el ensayo de Benjamin, podríamos señalar fácilmente a los más relevantes, ya que la misma estructura del texto lo posibilita. Así, podríamos decir que se trata por una parte de situar a la experiencia del "shock" como una experien­cia central y constituyen­te de la sociedad moderna o capitalista. Esa expe­riencia, como se señaló, atraviesa prácticamente la totalidad de las relacio­nes sociales, y está íntimamente vinculada con la presencia de un actor social fundamental en el capitalismo como son las masas. Por otra parte, esas experiencias determinan nuevas formas de percepción, que promueven la desapa­rición del "aura" en las formas modernas de percepción del mundo. Por ello, en la modernidad se produce la sustitución de la forma de percepción aurática por las formas que genera la experiencia del "shock". En ese contexto, Baudelaire aparece como el poeta que supo captar, de manera ejemplar, ese conjunto de rasgos que caracterizan al capitalismo surgiente en la Francia del siglo XIX.
Desde ese punto de vista, "Sobre algunos temas en Baudelaire" se lee además como el intento de responder a las críticas de Adorno, al pretender sistematizar los aspectos teóricos del análisis que en el ensayo anterior no habían sido suficientemente desarrollados. Sin embargo, y a pesar de esas restricciones compositivas, el texto de Benjamin no pierde las característ­icas estilísticas y discursivas que identifican a la mayoría de sus escritos. Pero además, y desde una perspectiva diacrónica en relación con su propia obra, "Sobre algunos temas..." se lee asimismo como una especie de "condensación" de un conjunto de ideas y principios que alentaban a sus investigaciones. Si en "El autor como productor" se enfatizaba sobre el papel de la técnica en la sociedad y el arte modernos, y en "La obra de arte en la época..." se retomaba esa cuestión para trabajar además la diferencia entre percepción aurática y percepción del "shock", en ambos trabajos se insistía asimismo en el papel determinante que las masas juegan en los procesos no sólo sociales sino también estéticos en las sociedades contemporáneas. De igual modo, en "Historia y coleccion­ismo...", o en las "Tesis..." se reivindicaba la intervención dialéctica del historiador en los procesos de "construcción" del objeto histórico, en la misma medida en que se sometía a crítica la noción de tiempo histórico como tiempo lineal y vacío, para sustituirla por la noción de un tiempo sometido a discontinuidades y detenciones de altísimo valor políti­co, ideológico e incluso místico. Todos esos tópicos y principios operativos, como se señaló, están presentes en el texto de Benjamin. También lo estaban, aunque quizás de manera más dispersa o menos estructurada, en "El París del Segundo Imperio...". De cualquier forma, lo cierto es que, a lo largo de estos dos ensayos que, junto con "París, capital..." representan prácticamente las únicas manifestaciones conocidas, por indirectas que sean, del proyecto del "Libro de los Pasajes", se pueden reconocer un conjunto de cuestiones teóricas y "metodológic­as" que ya se formulaban en los textos precedentemente comentados. En ellas se trataba nada menos que de la constituci­ón de un discurso dialéctico y materialista que pretendía interpre­tar, en sus significaciones más hondas, las formas culturales y sociales en las que el moderno capitalismo se manifestaba. Para ello, Walter Benjamin pudo desplazarse por infinitos objetos conceptuales y empíricos sobre los que desarrolló su "análisis materialista", pagando con la riqueza textual de sus sorprendentes observacio­nes la "falta" de una estructura abstracta y formal que pudiera englobarlas. Pero quizás su sensibilidad estética, potenciada y duplicada en la lectura de Baudelaire, era lo que verdaderamente posibilitaba su captación deslumbrante de un universo complejo, que sustentaba la dispersión aparente de sus elemen­tos en las formas fetichizadas de sus vínculos estructurales, y en el que la cultura, a diferencia de lo que creía el historicis­mo, no era más que el correlato dialéctico de la barbarie.






[1] Al respecto, cfr.: Carlos Marx, "El fetichismo de la mercancía y su secreto", en El Capital, Buenos Aires-México, Siglo XXI, 1975, y Georg Lukacs, "La cosifica­ción y la cons­ciencia del proletariado", en Historia y Consciencia de Clase, México, Grijalbo, 1969.
[2] Esas vertientes del pensamiento de Benjamin han sido señaladas por Eugene Lunn en su obra Marxismo y Modernismo. Un estudio histórico de Lukacs, Benjamin y Adorno, México, F.C.E., 1986. Al respecto, cfr. específicamente el capítulo VII de dicha obra: "Benjamin y Adorno: el desarrollo de su pensamien­to"
[3] Eugene Lunn también ha señalado estas características del discurso de Benjamin, al afirmar que "este autor no estaba eludiendo simplemente los análisis mediadores explícitos y la lógica filosófica discursiva; estaba eliminando en muchos casos el análisis causal, sustituyéndolo poéticamente por el lenguaje relacional de las `correspondencias' simbolistas", en Marxismo y Modernismo, op. cit.
[4] Al respecto, cfr.: Walter Benjamin, "Tesis de Filosofía de la Histo­ria", en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1987.
[5] Cfr.: Walter Benjamin, "El París del Segundo Imperio en Baudelaire", en Iluminaciones 2. Baudelaire (Un poeta en el esplendor del capitalismo), Madrid, Taurus, 1972.
[6] Cfr., Walter Benjamin, "Sobre algunos temas en Baudelaire", en Ilumina­ciones 2, op.cit.
[7] Como lo señalara el Prof. José Sazbón en el seminario sobre "Aspectos teórico-críticos de la Escuela de Frankfurt", dictado en la Facultad de Humanidades y Artes de la U.N.R. en 1992.
[8] Cfr. Bernard Witte, "El fin de la historia", en Walter Benjamin. Una biografía, Barcelona, Gedisa, 1990.
[9] Como puede apreciarse en los trabajos de Mijail Bajtín sobre el género novelesco, y los de Valentín Voloshinov sobre lingüística y filosofía del lenguaje. Sobre estos asuntos, cfr.: Mijail Bajtín, Problemas de la Poética de Dostoievski, México, F.C.E., 1986, y Valentín Voloshinov, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Nueva Visión, 1976.
[10] El caso del futurismo es sumamente ilustrativo respecto de la dispari­dad de las tendencias ideológicas que jerarquizaban la consideración de la técnica en el mundo moderno, ya que en el mismo movimiento podían hallarse expresiones de derecha o pro-fascistas, como ocurría con el futurismo italia­no, pero también expresiones de izquierda o pro-marxistas, como ocurría con el futurismo ruso.
[11] Incluido en Tentativas sobre Brecht (Iluminaciones 3), Madrid, Taurus, 1987.
[12] Publicado en Discursos Interrumpidos I, op.cit.
[13] Publicado en Discursos Interrumpidos I, op.cit.
[14] Publicado en Discursos Interrumpidos I, op.cit.
[15] Esa afirmación la realiza Lunn en "Un marxismo muy modificado", Cap. VII de su obra Marxismo y Modernismo, op.cit.
[16] La "polémica" de Adorno con Benjamin (polémica entre comillas, pues se trató más bien de una fuerte crítica por parte de Adorno que recibió una débil réplica por parte de Benjamin) es relatada y analizada por Eugene Lunn y Bernard Witte en las obras anteriormente citadas. Al respecto, cfr.: Eugene Lunn, "La `avant-garde' y la industria de la cultura", en Marxismo y Modernis­mo, op.cit., y Bernard Witte, "Pasajes parisienses", en Walter Benjamin. Una biografía, op.cit.
[17] Publicado en Iluminaciones 2, op.cit.
[18] Así lo señala Bernard Witte en Walter Benjamin.Una biografía, op.cit., pág. 195.
[19] Al respecto, cfr.: Bernard Witte, "Pasajes parisienses", en Walter Benjamin. Una biografía, op.cit.
[20] Sobre este asunto, cfr.: Bernard Witte, "Pasajes parisiens­es", en Walter Benjamin. Una biografía, op.cit.
[21] Sobre la génesis de "Baudelaire o las calles de París" cfr.: Bernard Witte, Walter Benjamin. Una biografía, op.cit., pág.205, y Jesús Aguirre, "Walter Benjamin: Fantasmagoría y Objetividad", prólogo a Iluminaciones 2, op.cit.
[22] Cfr.: Charles Baudelaire, Las flores del mal, Buenos Aires, Losada, 1965.
[23] En Walter Benjamin. Una biografía, op.cit., pág.205.
[24] La crítica de Adorno a Benjamin es comentada por Eugene Lunn en Marxismo y Modernismo, op.cit., pág. 193, y por Bernard Witte en Walter Benjamin. Una biografía, op.cit., pág. 209.
[25] Publicado en Iluminaciones 2, op.cit.